28 de noviembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Las galas del subalterno
−SEÑORITO CORTÉS, NO HAY MANO QUE ENDERECE A UN CHAPARRO. ES USTED UNA CALAMIDAD
Adam Pekalski
Para los compañeros de colegio Cirilo Cortés seguía siendo el charrán de siempre, un tipo encantador con dotes de intérprete para conchabar al que se pusiera a tiro, ya fuera compañero o profesor.
Si no había hechos los deberes, circunstancia que en él era habitual, ya sabría a quién pedirlos, que nunca nadie le había despachado con un no.
Y si una chica no llevaba hechos los problemas de Matemáticas, o el galimatías de Latín, Cortés se erigía en el filántropo protector de la clase; eso sí, negociando su favor a cambio de un “tócame Rita” que no solía estar al alcance de los demás, de mentalidad más simple y ajustada a los avatares de la edad.
Se diría que sus amaneradas formas, su contoneo al andar y su jactanciosa seguridad al hablar le dotaban de un especial atractivo.
Los logros académicos y los éxitos del individuo “empollón”, para Cortés era un tributo que tenían que pagar los apocados, los que no sabían de la diplomacia de trato, los que se ahogaban en un vaso de agua por no estar habituados a las vaporosas volutas de la ensoñación.
La temible “baldomera” –que así llamaban sus condiscípulos al palo de los castigos− salía a relucir si algunos de ellos no se sabía la lección; pero si el afectado era él todo lo más que sucedía es que recibiera una inofensiva trompada, seguido de una enérgica piruleta o molinillo que, con apreciable estima, la profesora aplicaba sobre su espesa cabellera, al tiempo que repetía la consabida amonestación:
−Señorito Cortés, no hay mano que enderece a un chaparro. Es usted una calamidad.
Y el señorito Cortés se arrellanaba en sí mismo con auténtica delectación para, con los dedos separados a modo de peine, atusar su cabello y devolverlo a su ser, en permanente estado de revista, como si nadie lo hubiera perturbado jamás, haciendo al tiempo un visaje entre pícaro y conquistador.
Cirilo Cortés era uno de esos individuos que aparentaba seriedad, pero que en el fondo era el espíritu de la burla, de los que se ponen el mundo por montera y no se afecta por cosa que tenga asiento de ley.
Sus mentiras de D. Juan propiciaron el cacareado desnudo de aquella vecinita inocente que, una vez por semana,procedía a tender las sábanas en la azotea vecina.
Sus bromas escatológicas le llevaron en ocasiones a imitar al escarabajo pelotero sobre la pulida barra de un bar, consiguiendo centrar sobre su persona la torva mirada de algún camarero que, lanza en ristre con su húmedabayeta, estuvo en un tris de gritar, y de emprenderla a cachetazos con tamaño lechuguino.
Su aspecto circunspecto y respetuoso con el terne, pero desabrido y soberbio con el inferior, le habían permitido medrar a la sombra de los jefes, saltándose a la piola el pertinente concurso-oposición.
A nivel administrativo ejercía de conserje, auxiliar o bedel, que todo es uno,y así lo entendía el consumidor que, en circunstancias políticas, siempre lleva las de ganar si se aventura a interponer la correspondiente reclamación por escrito.
Este cargo, de poca relevancia para algunos, por estar asociado al de recadero, le venía como anillo al dedo a Cirilo Cortés, convertido ya en cancerbero de aquella misteriosa torre que guardaba insondables secretos para el personal.
Ante aquel cubilete de cristales con aspecto de torre del homenaje, o de baptisterio medieval, el visitante sentía un extraño desasosiego, como quien está incubando una rara patología, mezcla de asepsia, cianosis, cretinismo y gandaya, que sólo la decidida intervención de un magnificente oficial de dragones como Cirilo Cortés podía evitar.
Tras el consabido santo y seña, y la consiguiente justificación de su presencia en el lugar, el intruso recibía la mirada escrutadora de aquella especie de maritornes, indecisa a la hora de acceder a su petición:
−El señor Delegado girará visita a las doce. Planta número nueve. La segunda puerta que encuentre según sale del ascensor.
Y esta posición de vanguardia, de mílite inexorable y fiel, era una de las virtudes que más encarecía su labor a los ojos del intendente, que le investía de galones cuando lo requería la ocasión. Como ocurrió la vez aquella en que el señorito Cortés ejerció de aposentador en la planta de Inspección.
Cual un José Nieto redivivo del cuadro de Las Meninas, aquel aposentador hizo su presentación en “Inspección Educativa”. De acuerdo con las instrucciones recibidas tomó a su cargo la planta y dispuso el mobiliario para una nueva finalidad, fomentando entre los presentes una residual agitación:
− Este sillón irá al fondo. La mesa para al rincón. El armario va para otra planta. El biombo desaparece de allí. Calendarios de propaganda no, que para hacer publicidad ya se bastan las farmacias y las librerías.
Cautivo y desarmado por la firme convicción de su voz, el personal se hacía cruces sobre los nuevos ajustes de aquella extraña mezcla de carbonario y pisaverde.
Quién sería el individuo que sin el más mínimo memorándum bajo el brazo se atrevía a allanar tal entramado de intereses, tal cúmulo de derechos consolidados, en que la simple disposición de una mesa marca la graduación del individuo y su funcionalidad. Qué lógica irracional del político de turno les obligaría a comulgar con ruedas de molino, qué nueva orden del día iluminaría las promiscuas páginas del Boletín Oficial.
En la rebautizada como Pirámide Golosa, Edificio Inteligente o Agencia Amistosa de Colocación, como la solía llamar el vulgo, nadie se atrevería a despertar la susceptibilidad del “Gran Hermano” por no tirar por la borda su trocito de pastel; o bien por miedo a la respuesta que el Sr. Consejero ─Delegado chasqueaba con tonillo displicente:
−Excusatio non petita, accusatiomanifesta
Lo que en un lenguaje llano se podía traducir con un “feroce” imperativo:
─ ¿Tiene usted algo que alegar sin que le tiemble la voz, paisano?
Había que recobrar el resuello, aguantar el tirón, agachar prudentemente la cerviz, amilanarse a los ojos zainos del implacable regidor, y dejar que abandonase, a pasito maestoso, como un domador de leones, o como un magnífico lechuguino de opereta, el campo de operaciones.
Sólo entonces, cuando el falsario hombrecillo traspuso la última curva camino del ascensor, surgieron las preguntas a borbotones:
─ ¿Será éste el futuro Delegado?, ¿No será, por casualidad, uno de esos comisarios políticos?, ¿Un chivato, tal vez? ¿Estaremos sometidos a una segunda inspección? ¡Pues anda que a mí no se me va el miedo del cuerpo..!
Allá al extremo de la planta, cerca de su delicado tabique de Pladur, una jovencísima inspectora con rango de “pata negra”, de acusadas ojeras,y de duras veladas de Derecho Civil y de Fundamentos de la Administración,dejaba escapar el sonido alargado y relajante de un “¡Uffff!”, conocedora de que en tan atrabiliario ambiente el dedo admonitorio del pejiguera de turno es lo único que dictamina la excelencia en el trabajo, y la vida laboral del azaroso trabajador.
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