26 de octubre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Contigo en la distancia
NO HAY BELLA MELODÍA/ EN QUE NO SURJAS TÚ. (BOLERO
Contigo en la distancia
En fechas recientes el Sr.Navarro halagó mi vanidad con unas líneas en las que me decía que algún paisano residente en Cataluña, se había interesado por el “sr. de los artículos”, referido a un servidor.
Y es a ése o a esos amigos que, sin pretenderlo, forman parte de mis raíces y hasta de mi modo de pensar, a quienes quisiera dirigirme, en el convencimiento de que “no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista”; y en que escribir para ellos se convirtió, para mí,en una especie de “crónica” de una muerte no anunciada ─ que cuando no hay problemas la nostalgia los inventa─, o en una de esas raras formas de “adicción” de que habla, con tanto arte, el poeta Max Aub:
─ Yo andaba por un camino/ sin saber por dónde andaba/ cuando me encontré contigo.
Son muchas las razones que llevan al escritor a plantear un escrito; casi tantas como las que animan la realización de una partitura musical, la plasmación de un poema, la militancia política, la elucubración mental de un filósofo, la construcción de un teorema, o el relleno de un pastel.
Pero si posiblemente nadie puede estar seguro de escribir para sus hijos, enemigos de antiguallas; ni para "la inmensa mayoría"; ni para una minoría aristocrática; ni por ganarse la vida, anclada en la jubilación; ni por egoísmo "puro y duro", aunque siempre aflore el yo; ni por un impulso histórico; ni por la cosa política; ni por afanes estéticos; y menos aún por "fardar"…,para qué leñes se escribe, si la mayor parte de lo que se dice es transitorio, descafeinado, discutible, y de difícil interpretación.
Como en aquella divertida comedia de Miguel Mihura ─Maribel y la extraña familia, se llama ─ en que las ancianas tías de Marcelino contratan a una pareja para tener a alguien con quien charlar, la escritura requiere de un gran estímulo: la presencia de un ser real o imaginario al otro lado del hilo, del papel, o del muro de la comunicación; amén de muchas vivencias personales, de silencio, y de una gran concentración.
Hoy en día, y casi “sin querer, queriendo”, los jóvenes enamorados son capaces de interpretar toda esa carga emocional por medio de un simple wasap:
─ “Gracias por llenarme el corazón de tiritas, y por ayudarme a vivir…”
Los jóvenes de hoy día son como tú y como yo, pero con más prisas para todo, y un romanticismo práctico mucho menos reprimido que el nuestro, que siempre nos hemos conformado con volar con las golondrinas de Bécquer, con hacer en sueños el amor, y con despotricar contra la política del palo,contra la obligada ley del silencio, y contra la falsa moralidad de esa tribu de impostores que tanto afectó a las buenas reglas del juego.
El oriolano Miguel Hernández resumía, en tan solo cuatro versos, esas heridas que tanto nos llagan, y cuyo único bálsamo posible es la feliz comunión con nosotros mismos, y con la gente que nos rodea:
─ Llegó con tres heridas: / la del amor,/ la de la muerte, / la de la vida.
“La del amor” es esa profunda herida que justifica la pasión que derrochan nuestros hijos,los extravíos de D. Quijote, la cotidianeidad de la familia Ulises, el honor de Frondoso y Laurencia, y los viajes del Capitán Trueno en pos de su amada Sigrid.
El amor es fuente de filosofía en El Collar de la Paloma, la obra maestra del cordobésIbnHazm:
─ “Mi amor por ti, que es eterno por su propia esencia, ha llegado a su apogeo, y no puede menguar ni crecer. No tiene más causa ni motivo que la voluntad de amar (…) ¡Cuántas vueltas di en torno del amor, hasta caer en él, como la mariposa a la luz!
Mis ojos no se paran sino donde estás tú. Debes de tener las propiedades que dicen del imán.
Los llevo adonde tú vas y conforme te mueves, como en gramática el atributo sigue al nombre”.
De amor derramamos lágrimas al evocar un paisaje, o al pronunciar el nombre de una ciudad,como la nuestra, como la Granada que enamoró a Abenamar, o como la Córdoba que encandiló al rey poeta Al Mutamid.
“La de la muerte” es la herida que te llega cuando menos la esperas; la representación silenciosa y taimada de este gran teatro del mundo; el ruido ensordecedor de clarines, chirimías y fanfarrias, y de toda esa algarabía que pone los vellos de punta a quien la escucha venir.
Se mire por donde se mire la muerte es una putada que privó a Moisés de la tierra prometida, y al solitario jinete de García Lorca de los encantos de su ciudad ─ “La muerte me está mirando desde las torres de Córdoba”─.
La muerte es rubia y de ojos azules, como el califa Abd ─ Al ─ Rahmân, pero su cimitarra es traidora y afilada como las curvas de herradura que nacen en Cerro Muriano, y que hieren en picado el corazón de la capital.
El hombre de ingenio agudo y de ceremoniosa palabra se empeña en burlar a la muerte como hiciera Dayoub, aquel criado del cuento, a quien “la canina” visitó en un mercado de Bagdad:
─“No lo dudó el fiel criado y pidió a su amo el caballo más veloz para huir a Ispahán.
Allí compartió su temor con Kalbum Dahabin, el fabricante de espejos, quien le aconsejó una estrategia: proyectarían sus imágenes sobre numerosos espejos, que indujeran a la confusión.
Cuando la luz ya inundaba el taller, y el tiempo estaba a punto de concluir la muerte, que estaba confusa, echó mano de uno de aquellos espejos y se llevó con ella al fabricante”.
“La de la vida” es la herida que nos mueve a comulgar con todo aquello que nos rodea; la pasión que Neruda plasmó en una oda:
─ “Vida, / eres como una viña: / atesoras la luz y la repartes/ transformada en racimo. / El que de ti reniega/ que espere/ un minuto, una noche, / un año corto o largo, / que salga / de su soledad mentirosa, / que indague y luche, junte/ sus manos a otras manos, / que no adopte ni halague/ a la desdicha, / que la rechace dándole/ forma de muro, /como a la piedra los picapedreros,/ que corte la desdicha/ y se haga con ella/ pantalones./ La vida nos espera/ a todos/ los que amamos/ el salvaje/ olor a mar y menta/ que tiene entre los senos”.
La vida, en ocasiones, se nos muestra en una cara, o un nombre; otras,estan difícil de definir que tendríamos que volver a ser niños, como aquel chavalillo a quien obligué a escribir un poema:
─ “El gallo, por la mañana/ canta kikrikí,/ y yo, desde mi ventana/ me siento muy feliz. / El gallo busca a su hembra, / y yo mi calcetín. / Y a la luz de la luna/ río y río sin fin./ En el gallinero azul/ el gallo canta una rumba/ y su hembra le aplaude/ sentadita en la penumbra. / El gallo, por la mañana/ canta Kikirikí, / y yo, desde mi ventana/ me siento muy feliz.”
El fantasma de la muerte, la imposibilidad del amor, la dulce fruta que es la vida, nos inducen de manera irremediable a caer en la desazón y en la melancolía ─ que diría Gerald Brenan en su libro La faz de España─; en el miedo de convertirnos en estatua de sal por el simple hecho de dirigir hacia atrás la mirada:
─ “Como una lámpara se alimenta de aceite, los españoles se alimentan de un depósito secreto de melancolía que ni los afectos familiares ni las ansias de placer son capaces de secar por completo”.
Y para terminar esta larga “justificación de intenciones” diré que escribir para ustedes se ha convertido en una necesidad para mí; una necesidad, y un placer el simple hecho de hablar para mis paisanos, y particularmente para esos que se interesaron alguna vez por mis escritos.
Y agradecer, cordialmente, las facilidades que me dio el buen amigo Agustín Navarro.
Contigo, siempre, en la distancia, un paisano y un amigo. ¡Salud!
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