23 de octubre de 2015 | Joaquín Rayego

Jugando al despiste

Joaquín Rayego
Joaquín Rayego
De Simplicio Aguado siempre se dijo por parte de quienes le conocían, que era un personaje harto pancho y un pelín distraído.
En su etapa de juventud ya había protagonizado algunas anécdotas que le habían dado fama de chistoso cuando en realidad, y al decir del propio interesado, su natural era serio y harto desangelado.
Conocidas eran sus largas y confusas divagaciones, que le llevaban a tocar los asuntos más peregrinos; y sus salidas de tono, que a más de uno le llevó a diagnosticar que más que “aguado” estaba “revenido”, como los malos vinos:
─ ¡Anda, pero si es comida para gatos..! ¿Qué es lo que he comprado yo?, se decía a sí mismo alejando con repugnancia una lata de atún de la marca “Miau”.
Un mal día, de esos en que, por la necesidad del descanso, las mañanas se estiran hasta verlas convertidas en noche por la fiebre de viajar, nuestro hombre arribó, con sus pobres huesos molidos, a un descarriado Hostal en medio de ningún camino; y cuál no sería su sorpresa al comprobar que, con la única ayuda de sus ridículos brazos, debía subir las maletas por unas interminables escaleras que hacían de preámbulo a lo que el luminoso anunciaba como “El Descanso Final”.
Culminaba aquella escala celestial en un estrecho rellano, enfrentada a uno de esos cristales adosados a la pared, cuya única finalidad era la de hacer más prolongado el espacio a la vista del esforzado titán que se aventurara en subir hasta allí.
Fuera por efectos de la luz─ de la falta de luz, para ser más precisos─, de su ya pregonada distracción, o producto del cansancio, lo cierto es que, llegado que fue al rellano, y depositadas en el suelo las maletas, Simplicio se ajustó las gafas a la nariz, se amoldó la chaqueta, miró al frente, y se dijo a su propio retrato con un mínimo flato de voz:
─Por favor, señor conserje… ¿Dispondría usted de dos habitaciones dobles para estas familias que vienen cansadísimas de viajar?
Para don Pío de las Heras, su médico de familia, estos episodios de Trastorno por Déficit de Atención, sólo eran achacables a un espíritu contemplativo, falto de horas de sueño y frecuentemente desparramado en múltiples y variados intereses.
Para don Salvador de Ahumada, el abogado del Seguro de Accidentes de “Ocaso”, lo de Aguado revestía un cierto grado de irresponsabilidad: su defendido era culpable de haber provocado tres levísimos accidentes por estar concentrado en la estética de las mujeres que le salían al paso, y por no saber controlar su vehículo y sus pluses de emoción.
Fuese del grado que fuese, esta serie de incidentes tenían a nuestro hombre muy escamado de su psicología conductual.
Las noches del lunes y del martes apenas si pudo dormir por unos problemillas familiares que le tenían desvelado; por eso, cuando la mañana del miércoles tuvo que acompañar a la Seguridad Social a un familiar, la tensión se le vino abajo y sólo veía figuritas volanderas a su alrededor.
Para distraer el tiempo de espera nuestro hombre se puse a leer. Iba por la página 51 de un librito que ya suponía leído; su título: Parábola del náufrago, de Miguel Delibes; yen el momento concreto de los hechos, el párrafo que leía decía así: ─ “ (…)buscando la estabilidad de sus vísceras en lo consuetudinario, y, de este modo, redondeó las caras sin entorpecimiento, pero, en el tercero del segundo sumando, el mareo se produjo acentuado (el vértigo que fue tan violento que Jacinto apretó los párpados con todas sus fuerzas e instintivamente se asió al vuelo del pupitre, mientras su estómago se fruncía como una esponja oprimida y la boca se llenaba de agua”.
En el bochorno propio de la sala las moscas habían conformado un caleidoscopio en sus pupilas de infatigable lector. El vacío de su cabeza se encajonó en un solo acorde de “Nostalgia”, el bolerito de marras que tanto le conmovía desde la primera vez que lo oyó. En sus oídos resonaron desacompasadas la desgarrada voz de “El Cigala” y el piano meloso de Bebo Valdés.
─ ¡Dios mío!, se dijo para sus adentros, no recuerdo nada de lo que hice ayer… ¿se me habrá ido la olla?, ¿me estará pasando aquello de nombre tan oscuro y cruel…?
Pero, como en alguna etapa de nuestra vida todos hemos percibido la música como una forma de arritmia, o como un sofisticado instrumento de dolor, don Simplicio se rehízo como pudo, y se aferró, con las ansias de un náufrago, a unas cuantas “fotos” que siempre llevaba puestas en tan frágil hornacina, y se puso bajo su advocación, como se supone que hacen los grandes beatos de la historia en sus momentos de trance.
Como quien oye el gemido de un gato, o el desafino de un violín,le impactaron en la cabeza aquellas luces de colores - rojas, verdes, azules...- que engalanaban las copas de los árboles del Llano cuando era llegada la ocasión. Y el Quiosco de la Música, tan coquetamente romántico, donde se podía bailar sin tener que pasar por caja. Y las veladas que organizaban en la calle de Luciano, el de los billares. Y las fiestas del Casino, al aire libre, donde se podía observar a la gente que bailaba, y admirar los pasos de baile de aquellos ágiles maestros que no dudaban en marcarse unas rumbas, un pasodoble, un bolero, o un rítmico cha- cha- cha,
Y en esta locura estaba, afectado de esemaravilloso virus que a todos los individuos "razonables" y "maduritos", como él, debería sufragar el SAS como antídoto contra el descorazonamiento.
Al cabo de media hora de vagos recuerdos Aguado aún no se atrevía a releer, por miedo a quedarse trabado en aquella especie de sin sentido, o a no poder regresar al reino de las sensaciones, de la alegría, del dolor…
─ “Buscando la estabilidad de sus vísceras en lo consuetudinario…”

Al atardecer, y ya repuesto del susto, un amigo le llamó para asistir a una lectura. El ponente era, ni más ni menos que su más querido profesor. Trataba la conferencia sobre la locura en la literatura sevillana del XVI.
Aunque el tema era de los apropiados para tocar madera, vista su situación, y comono era supersticioso, no dudó en acercarse hasta la Academia de las Letras para recrearse en la prosodia de tan magnífico orador.
En la fresca antesala del patio esperaba el público, y nuestro hombre aprovechó para saludar a los amigos, entre otros a un afamado actor y compañero de trabajo en un tiempo en que compartió con él mesa, mantel, y conversación,al menos dos o tres días por semana.
Orgulloso de haber frecuentado tan entrañable amistad nuestro hombre se presentó a tan viejo conocido:
─ Hola, Charli. Soy Simplicio Aguado. ¿Me recuerdas?
Como sorprendido por esta presencia, el actor se mesó plácidamente las barbas y con sonrisa abierta y tonillo socarrón le espetó a tan extraño personajillo una de sus más logradas preguntas de examen:
─ Pues no te recuerdo, no. En verdad no sé quién eres, pero ¡Ayúdame tú, por favor!
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