7 de octubre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
A tontas y a locas
"UN LOQUITO DEL HOSPICIO/ ME DIJO EN UNA OCASIÓN:/ NI SON TODOS LOS QUE ESTÁN/ NI ESTÁN TODOS LOS QUE SON”. (CANCIÓN POPULAR)
A tontas y a locas
Muy de mañana el barbero Iván Yákovlevich, va a cortar unos panecillos recién tostados, y se encuentra dentro de ellos la nariz del asesor colegiado Kovaliov.
Así comienza la historia de una nariz que, tras abandonar a su dueño, se lanza a vivir su vida, llegando a vestir de uniforme con rango de Consejero de Estado.
¿Que ve usted de todo punto imposible que una nariz se marche de paseo, sin su dueño, y que se extravíe así, estúpidamente, sin contar para nada con su consentimiento? Pues es el relato que nos propone el escritor ruso Nikolái Vasílievich Gógol.
¿O acaso el ciclista no es un pobre aditamento a unas piernas, el tenista un brazo pegado a un cuerpo, el banquero una nariz con olfato de sabueso, el espía una oreja con agudeza auditiva de gato, y el político un gran morro?
Y, aunque le suene a surrealista, porque así lo soñó Dalí, el hombre es un blando reloj de cuerda.
Sería cuestión de estimar hasta qué punto llevamos razón nosotros, y qué es lo que nos aporta el punto de vista de los demás; como decía D. Quijote a Sancho, tras escuchar a éste la maravillosa experiencia vivida a lomos de Clavileño:
—Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más.
Qué sería de D. Quijote sin la presencia de Sancho; qué de los listos si no existieran los tontos; qué de los ladrones si no hubiera alguien que se dejara embaucar; qué de los graciosos si nadie les riera la gracia; qué de los presuntuosos si no les dedicáramos una mirada al pasar; qué de los políticos, si en lugar de aplaudirles, les echáramos el mal de ojos...
En las páginas de la Literatura hay locos tan entrañables como el célebre Tomás Rueda, El Licenciado Vidriera de Cervantes, que enloqueció al beber una pócima que le dio una tabernera, que estaba enamorada de él.
O aquel otro, natural de Arcos de la Frontera, que enloqueció tras saberse burlado por su esposa. El personaje es real, y sus múltiples anécdotas están recogidas en un librito que lleva por título “Sermones del loco Amaro”.
Amaro estuvo de residente en el Hospital de los Inocentes, allá por la calle de San Luis, y entre sus sabrosas anécdotas está la que protagonizó con el famoso cardenal Spínola. Éste le preguntó que qué le parecían las obras que había hecho en la catedral, y aquél le contestó que Jesucristo había transformado las piedras en pan para los pobres, y en cambio él los panes de los pobres los había convertido en piedras.
O ese tan precavido del que habla Alfonso Vidal y Planas en un relato titulado "Última pintura de Abel de la Cruz".
Abel, orate de nacimiento, andaba de pequeño a gatas; y eso al padre le escamó, pero pensaba: "¡Es natural!: Teme caerse y toma sus precauciones". No obstante, no le gustó mucho el invento, pues "la precaución suele ser prendilla descolgada de la percha de la sensatez". Y fue así que, cuando el chico creció, su progenitor observó que "al ir a la escuela pisaba la acera de la calle como con miedo de tropezar y, al volver, hacía lo mismo". Y este detalle terminó por inquietarle y, cierto día, mientras cenaban a la luz del candil, el papá dijo a su nene: "Tanta precaución como tomas al andar me hace temer, hijito de mi alma, que vayas para cuerdo. ¡Poco honor me harías!...¡Anda sin miedo, criatura, que la acera es llana y tú no eres ciego, gracias a Dios. Cualquier piedra que hubiera, tú la verías".
Y el niño, apenado por el paternal consejo, expresó con acento entrañable: "¡Padre mío! Mi miedo no es a tropezar con piedras. Mi miedo es a pisar fuerte"
En mi pueblo conocí a uno de esos locos entrañables a quien, en más de una ocasión, vi aparecer por casa, luciendo su distinguido porte y su esmerada educación. Al decir de sus amigos, aquel hombre bien podría haber sido un sabio, por su atinado modo de pensar.
En Sevilla hubo otros personajes de los que también oí hablar, como Antoñito Procesiones a quien su ciudad, y la Banda Municipal de Música, despidieron en la hora del adiós, tocando la marcha “Amargura” a la que tan aficionado era.
─ “En una Sevilla que sufría, Antoñito Procesiones era la pura descripción del gozo”, dice Antonio Burgos de él en un emotivo artículo que titula “Amargura para Antoñito Procesiones”.
Era un día de calor, y en la tribuna delAteneose lucía el orador D. Esteban de Bilbao y Eguía, Ministro de Justicia con Franco.
En un pequeño receso del conferenciante Antoñito se levanta, atraviesa con solemnidadel pasillo, y se dirige hacia la mesa donde le espera una gran jarra de agua. Su única explicación, tras beberse el vaso de agua de un tirón, resume una necesidad tan primaria, que le hace aparecer, a los ojos de los presentes con la inocencia de un niño:
─ ¡Ojú, estaba fritito!
Otro de los personajes que ha dado alma a esta ciudad fue un viejo legionario, a quien le mató una sed que no fue precisamente de agua. Su nombre “Leopoldo Troncosossss”, según lo pronunciaba él. A Leopoldo se le achacóla anécdota de sentar al personal en uno de los bancos de la Plaza de la Gavia, para preguntarle a continuación con gesto sonriente:
─ Has visto alguna vez a Daóiz sentado.
Y miranado hacia la estatua erguida del héroe sevillano, el interpelado solía decir que no, hasta que el Sr. Troncoso le demostraba que el punto de vista varía con la posición adoptada por el espectador.
En uno de sus garbeos por La Alameda de Hércules mi primo Pablo fue testigo de cómo el Sr. Troncoso pedía ayuda a la Legión, ante la burla que de él hacían unos soldados americanos.
La suerte le vino de cara al legionario Troncoso cuando a sus gritos de auxilio acudió un pequeño y fibroso colega para repartir más coces que una mula, y para dejar en la cuneta a aquel grupo de atónitos gorilas.
Muchos sevillanos saben que el grupo “Triana” le dedicó al “Sr. Troncoso” una canción. Todo un precioso homenaje a un hombre que derramó tanta ternura por su ciudad.
Bastante más movidito que los anteriormente citados fue Vicente "el del canasto", que murió atropellado por un coche, al decir de la “musa” popular.
Éste atravesaba las calles con su mano libre sobre los párpados, desafiando el tráfico y ese entramado epiléptico de la sociedad de consumo, que tan bien retrató García Lorca en "Poeta en Nueva York".
Ofrecía sus cacahuetes y desaparecía al instante, en medio de la turbamulta y de la confusión.
Todo el mundo se preguntaba que a dónde iría Vicente con ese ritmo y a esas revoluciones, que le hacían, por sus andares, primo hermano de chorlitejos, andarríos y demás aves limícolas.
Y fue un amigo de los de siempre quien vino a hablarme de la historia de Vicente el del canasto.
Para que su explicación sea más entendible diré que Ricardo Martín─ Baylo, gran conocedor de los pájaros que vuelan (yde los que no vuelan también...), se jubiló como funcionario en la Avenida de la Constitución; y que, por su ascendencia francesa, su familia, los Rouquier, son rubios "como los trigos a la salía del sol", y de ojos azules; un "rara avis" en tierra de gente morena:
─ “Mi querido amigo Joaquín, la historia de Vicente el del canasto es la siguiente: Se casó con una guapa mujer de Triana y ésta, a los pocos años de casados, se largó con un inglés; de ahí que siempre mirara los coches que pasaban cerca de donde él estaba.
Se solía poner en el semáforo del Paseo de Colón, cerca del puente de Triana; y al medio día iba por la parte de atrás de Correos, en la Avenida de la Constitución.
Siempre buscaba gente más o menos rubia y con ojos claros, buscando al maldito inglés; y a mí, cuando salíamos a tomarnos una cervecita, me cogía del brazo por el codo y clavándome las uñas me decía: "¡Inglés, inglés, pégame..!"
Yo le respondía: "Vicente, déjame coño, que no soy inglés y me estoy tomando una cervecita"; y aun así insistía hasta que se aburría.
La suerte que corrió en su final no la sé, pero ésta es la historia de Vicente”.
Hermosa historia, que hace más humana esta ciudad de locura, donde las macetas sonríen, los azulejos sestean, los surtidores cantan, los pájaros dialogan y las baldosas del suelo son un mullido lecho de nubes.
Y todo a plena luz, para quien ande por ahí “a tontas y a locas”, y para quien lo sepa ver…
P.D: Toda esta farfulla me la trajo "in mente" esa canción que tantas veces oímos con embeleso en la voz de Sergio Mendes y su Brasil 66, y que lleva por título “El loco de la colina.
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