8 de agosto de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Cada mañana sale el sol
“TODAS LAS COSAS PERSISTEN EN SU SER” (SPINOZA)
Cada mañana sale el sol
Ya de mañana presentí que aquél iba a ser un día especialísimo. Me encontraba agitado, como si no tuviera necesidad de los efectos benéficos del café. Al terminar la tercera hora de clase me dirigí hacia José Antonio, con quien siempre pego la hebra, que me esperaba con una sonrisa juguetona y cordial:
─ Te está buscando un amigo. Tiene bigote; es delgado…
No le dio tiempo a decir más. Apareció sonriente a mi lado, como si fuéramos de diario, con la charla intrascendente de nuestra edad juvenil, sin ningún otro ritual. Habían pasado treinta años, pero nadie hizo un reproche ni entonó una justificación; tan sólo nos abrazamos y sacamos a colación un torbellino de frases que pretendían ser un anárquico collage del río de nuestras vidas.
─ Quiero que nos volvamos a ver, que nos reunamos para cantar las viejas canciones. De guitarra ando bien, no he dejado de practicar. La voz más ronca por el tabaco, pero con matices negros, como la de Camarón. También se cambia con la edad. A ti te veo muy bien. Si puede ser mañana me dejas las fotos del grupo en conserjería; y me paso a recogerlas, que las voy a escanear. Y ya quedamos en vernos con Encarna y con Mercedes… A Ricardo y a tu primo Pablo los llamas tú, ¿vale?… La familia anda bien. El niño, que estudia poco, y que le gusta mucho el balón… Que sí, que nos vemos un día de estos…
Y salió de allí, como alma que lleva el diablo, reclamado por no sé qué inspección de Consumo con la que debía atender una reclamación…
Nos vimos pasado el año. Mercedes me comentó que no se encontraba bien, que estaba convaleciente de una complicada operación; también ella estaba fatal, que había perdido a su pareja en un desgraciado accidente; y que esto no puede seguir así, que nos tenemos que ver…
Estaba allí, en su aljarafe sevillano: arrellanado entre libros en un mullido sillón. Me habló de sus últimas lecturas con la pasión de un viajero a quien le quedan muchos caminos que andar.
─ ¿Has leído a los rusos? Si lees a Dostoievski ya no tienes necesidad de viajar a Rusia… ¿Sabes con qué se hacía la paella? ¡¡¡Con carne de rata!!!! Se lo leí a Unamuno. La rata de huerta es limpia, no es la rata de ciudad. Son interesantes los relatos de Aldecoa y de Miguel Delibes acerca de ellas. La de ratero fue en tiempos una profesión, ¿sabes?…;
Sobre los jesuitas me leí La araña negra, de Blasco Ibáñez; pero a mí los curas como que no me van… Aunque, a decir verdad, siempre le he pedido a Dios, o a quien sea─ porque tampoco tiene nadie claro esto del más allá─, que me dé tiempo a leer el libro que tenga entre manos.
El día 4 de agosto el diario publicó la esquela de su fallecimiento, y un mes después tuvo lugar la despedida que él mismo se procuró, sin cura ni celebración pero en la ermita del Loreto, que era sitio de su gusto, bajo cuyos claustros acudía para leer.
El crepúsculo prestaba a aquella hora de la tarde su paleta de colores: rojo, rosa, malva, azul…; el rojo metálico del almagre, y la terriza gama de los ocres, se extendía por los bancales, se empapaba de la luz de los cuerpos y ascendía hasta el mirador de la torre, que presidía la ermita, de claras reminiscencias mozárabes: el arte de aquéllos que se hirieron el pecho con sus dagas, para despertar la sensibilidad del vencedor.
En el centro del compás, antesala de la ermita, el crucero nos traía en sus azulejos las resonancias del mar. Allí en su cima, la cruz, símbolo de cruce de caminos, de la oscura decisión por la que todos los seres humanos debemos optar.
Una reunión de aparentes desconocidos se desperdigaba entre los sombríos hiatos de la conversación.
Bajo las viejas arcadas José Manuel venía a buscar sosiego, el agitado sosiego que proporciona la lectura y la plácida observación, en este espejo taraceado de luces y sombras con que se adornan las galerías: “En todas partes busqué el reposo y nunca lo hallé sino en mi rincón con un libro”, repetían el olivo, la palmera, el ciprés, la yedra, y hasta la piedra que hizo camino a sus pies.
Llegada que fue la hora el fraile Guardián lanzó un aviso, y el grupo fue accediendo al patio del aljibe. Sin que nadie lo dispusiera aquella gente, que hasta hacía unos momentos resultaban ser unos auténticos desconocidos, se fue concentrando en derredor.
Sin proponérselo nadie el pozo se erigió en el ara del sacrificio. Allí todos los celebrantes fueron uniéndose al coro de una solitaria voz, a la que prestaban tono un amigo, un hermano, su desconsolada viuda…, y que concluyó con una nana de despedida:
Cinco sirenitas te llevarán/ por caminos de algas y de coral
Tus fosforescentes caballos marinos/ harán una ronda a tu lado
Y los habitantes del agua /van a jugar pronto a tu lado…
Desconozco cómo sería el ritual de la misa en otros tiempos; se dice que antaño los cristianos cantaban y bailaban en el interior de los templos; que se emborrachaban con vino, que era la bebida que gustaba al buen Jesús; que las mujeres agitaban al aire sus cabellos…
Desconozco si aquellos primeros cristianos se rompían las camisas, como suelen hacer los gitanos, en señal de amor, de dolor, de libertad...
Anochecía fuera del recinto. La brisa que traía septiembre emborrachaba con su mosto el espíritu de los allí presentes. La tertulia fría, enhiesta, silenciosa,… se fue trocando en algarabía, en abrazos de reconocimiento y de cariño, que puso en el corazón de todos un trocito de “harmonía” del amigo que se fue. Y la noche se hizo canción…
Durante muchas vigilias nadie pudo dormir en un enjambre de emociones. Nadie abría, por precaución, los álbumes de fotos, las fundas de los “elepés”, las pastas de viejos y cansados libros, ni la ventana mágica del ordenador; pero, pasado un tiempo una voz rapera y joven, la rama única de un árbol, hacía un llamado en la red:
“Este llamamiento es/ porque sé que donde estés/ tú serás un rey (…)
Ahora y siempre/ para tu gente/ estarás presente (…)
Papá, eres el sol…”
Desde aquel día he vuelto a abrir mi correo, me he asomado a la ventana de mi ordenador y salgo ilusionado a regar las flores de mi puerta, por si diese en visitarme un hombre delgado, con bigote, una guitarra o un libro debajo del brazo, mucho lustre en los zapatos y una manera nerviosa de hablar y de comportarse.
Si lo ves, por un casual, me llamas. Le dices que se le quiere; que si gusta de llegar tarde, que lo único importante es que no vuelva a darnos plantón; que juro, por Dios, que por mi parte ya nunca le fallaré.
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