22 de julio de 2015 | Joaquín Rayego
Aires de la bahía
José Cándido Carballo
Por la bahía.../ Yo quiero ser marinero, por la bahía
bajo el azul de los cielos/ en el mar de Andalucía. (Sevillanas)
Para quien se sienta forzado a no salir de casa, amarrado al duro banco de su sino, o secuestrado por la vorágine del aire acondicionado,los suspensos del niño, la falta de economía y “lacaló”, nada mejor que imaginarse una gamba, una urta, una coñeta, o un charrancito y darse un refrescante chapuzónen la bahía gaditana, mientras canta con Alberti un alegre “Pregón submarino”:
─ ¡Tan bien como yo estaría/ en una huerta del mar,/ contigo, hortelana mía!
Con un carrito, tirado/ por un salmón, ¡qué alegría/ vender bajo el mar salado,
amor, tu mercadería.
─ ¡Algas frescas de la mar,/ algas, algas!
Es lo que probablemente haría el poeta y escritorFrancisco PleguezueloZampalo (Cádiz, 1928 ─Sevilla, 2008), uno de los “cuatro apuntalitos” de la revista “Platero” ─ junto a Serafín Pro Hesles, Felipe Sordo Lamadrid y Fernando Quiñones─, y autor de veinticuatro relatos cortos que, a mis cortas luces, constituyen la más fiel representación de lo que Fernando Quiñones denominó “literatura de Bahía”.
En “El olor de la seba” ─Fundación El Monte, Sevilla, 2004─,Pleguezuelo rememora todo un cúmulo de vivencias y sensaciones que vivió, de joven, en su Cádiz natal:
─ Mi madre me llevaba algunas tardes a La Caleta, a la puesta del sol, cuando volvían los faluchos de la caballa. Me gustaba verlos doblar las escolleras del faro del Castillo de San Sebastián, enfilar el canalizo, arriar la vela y, aprovechando el último impulso, varar suavemente en la arena de la playa.
Experiencias y trabajos de la vida de pescador:
─ Me gustaba mucho ver cómo cogían las sepias. Utilizaban una hembra viva, prendida a un bramante, como señuelo, dejándola navegar en las oscuras aguas hasta que aparecía el macho, que, encelado, se dejaba enganchar en la potera de hilos de colores, en el arrejaque de cuatro anzuelos unidos que manejaba con habilidad de pescador.
El título lo toma el libro del primero de sus relatos, el que nos descubre a uno de esos personajes a quien la dura necesidad ha apartado de su geografía más íntima:
“Enrique era todo un especialista de la marea, Descubría a los pulpos por las piedrecillas blancas, las conchas vacías de almejas y los caparazones de cangrejos que dejaban a la entrada de sus refugios. Los lenguados eran más difíciles de localizar. Había que fijarse muy bien en el fondo de las lagunillas para encontrar las huellas- dos hileras paralelas y onduladas- que dejan en la arena con el batir de sus aletas al esconderse. Luego, descubrir los ojitos siempre vigilantes, un golpe con la fija y al seroncillo de palma.”
Sentado en el balcón del piso que había alquilado en una barriada apartada del centro de la ciudad, Enrique ve cómo pasan los días, fumando un cigarrillo tras otro, y observando cómo la nostalgia y la enfermedad se llevan, en suaves oleadas, las fuerzas que antes tenía:
“Contra todos los vaticinios, Enrique fue recuperándose lentamente en su casita del pueblo marinero y al cabo de unos meses, una mañana bajó a la playa de La Cruz de la Mar. La marea, al retirarse, había dejado un festón de algas sobre la arena. El viejo mariscador se agachó, tomó en sus manos un puñado de aquella broza cárdena, se lo acercó a la cara y aspiró profundamente.”
Los flujos y reflujos de la memoria, y el olor antiguo de la seba, son el mejor linimento que este gaditano podría encontrar, varado en su exilio sevillano y en la tenaz rutina del día a día:
“Quedó el velero atravesado a la mar recibiendo los golpes del oleaje por la banda. Fondearon un ancla para aproarlo a la marejada. El ancla debió garrear un buen trecho sobre la arena y la cascajera pero finalmente se hizo firme. El barco cabeceaba terriblemente dando arfadas y pantocazos que hacían temer que se abriese una vía de agua en cualquier momento. Aguantó el casco pero la cadena del ancla, tensa por el empuje de las olas y del vendaval, comenzó a romper el escoben de hierro y a rajar la tablazón de la roda hasta abrir un enorme agujero por donde la mar encontró entrada libre. Perdida el ancla al romperse una gran parte de la proa, la bricbarca se alejó un poco de la costa hundiéndose en breves momentos”.
Porque, tras la lectura de estos cuentos, ya no me podría imaginar a un Pleguezuelo vestido con el luto de la toga, y con la solemnidad y el rictus que preside la puesta en escena del estamento abogadil; todo lo más con la brisa de su palabra, y un preciosísimo léxico que me dejó entre los labios un fuerte sabor a sal:
“El capitán, ajeno a todo lo que no fuese su afición, continuaba explicando a los estupefactos “marineros” los detalles de la construcción de la fragata, desde la colocación de la quilla, la roda y el tajamar, el codaste, las cuadernas y los baos, las tablas del plan y las del costado, la amurada, la cinta alta y la escoperada, el trancanil y los barraganetes, hasta llegar a los mástiles y a las cofas, masteleros y mastelerillos, haciendo unos especiales elogios del acabado de la figurita de mujer tallada en madera de boj, con los senos al aire, y que había ya colocado como mascarón de proa, soportando en sus espaldas desnudas el peso del bauprés”.
Y es que de haber ejercido la profesión de maestro, Pleguezuelo habría invitado a sus alumnos, como “el golfo” del cuento, a no asistir al colegio, y a acompañarle en la labor de llenar el seroncillo de chapetones y mojarras; de salir a los veriles y a las piedras de afuera en busca de los pargos, de las urtas, de los muergos y de las gusanas, para que sirvan de cebo; “a calar los palangres y a pescar la urta al palillo, para vender después lo que hubieran podido coger, al precio que les quisieran pagar los pescaderos del mercado o los dueños de los bares y restaurantes.”
Les habría animado a compartir junto a Ramón, “el vigilante de noche”, la magia de un pobre hatillo, “una vieja lata de conserva de carne de membrillo donde guardaba sus papeles, sus cartillas de marinero, certificados y documentos de la Comandancia de Marina y algunas viejas fotografías de su madre y de su hermana ya desaparecidas”, y la compañíade “otros mendigos en una chabola de la Playa del Piojito, en las cercanías del espigón de San Felipe y de la muralla de San Carlos”, para disfrutar junto a ellos del fulgor de las estrellas y de la melodía del mar.
O acaso les sugeriría montar un brillante negocio de marisquería, como el que regentaba El Tuta, “un mostradorcillo inclinado, formado por las cajas de gambas, camarones, bocas de La Isla y coñetas de Puerto Real, todo semicubierto por unos paños blancos mojados para que la mercancía conservase su frescura.”
O les convocaría a palpar con sus delicadas manos el maderamen del barco,“la hermosura de su tajamar, de los finos de proa, de sus bordas y costados pintados de blanco y azul con el nombre de “María” en letras grandes y bonitas”; y a impregnarse del olor de la “brea, cuando el carpintero calafate remetía las hilachas de estopa en las juntas de las tablas a golpes de hierro y las cubría después con el alquitrán”.
Y a no faltar, es seguro que les presentaría a los inolvidables personajes que conoció, a los Chelete y Juan, a doña Rosa, a Vicente, a Guzmán “El Pieleón”, a Manolillo “Alambre”, a Victoriano “El Araña Roja”, a Juan Blanco de Sedas “El Pájaro”, a Joaquinito “el Capiro”, a “El Acedía”; y en particular a Pepito “El Dientes” quien, tras emigrar a la Argentina, volvía a su tierra ya viejo, pero inflado el pecho por la emoción, trayendo entre sus manos la más rica de las preseas, un hermoso gallo de pelea que le había regalado el dueño de la “gallera” donde trabajó últimamente, y que era su único orgullo y posesión:
“El viento removía las plumas del gallo provocándoles relumbres de carbón mineral. Erguía la cabeza de pupilas fijas y avanzaba con pasos breves y vacilantes sobre las tablas de teca de la cubierta, como asustado por el profundo cabecear del barco (…)El animal alzaba una y otra vez la cabeza, reflejando en sus ojos de ónice el verde de la mar y el azul del cielo, saltaba sobre las amarras adujadas, se empinaba sobre las bitas buscando ver el horizonte, recibiendo el empuje del viento y los rociones de espuma por el hueco de los imbornales.”