21 de julio de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Des-aparecidos
Carlos de Haes
En las estribaciones de Sierra Trapera hubo en otro tiempo un cortijo blanco que la naturaleza engulló hasta borrar cualquier vestigio de vida humana en él.
A pocos metros de la encalada construcción, una retorcida higuera señalaba el lugar por donde corría el agua fresca de un regato, que a día de hoy, aún alimenta los mil recovecos de mi imaginación. A su alrededor la tierra adquiría un ocre intenso, sin que los surcos del arado arañaran su piel.
Aún recuerdas, muy de mañana, al abuelo Pablo dejándose vencer por tu llanto. Intentaba consolarte con todas sus fuerzas, ponía todos los obstáculos para no dejarte ir, pero sabía que no podías vivir separado de tu padre; te arropó entre sus brazos, te elevó hasta la grupa de Platero, y te dio su consentimiento para partir.
Nada podía hacer tu madre ante tan pertinaz sofocón sino alargarte un pañuelo para que secases tus lágrimas en él y esbozar con su mano un adiós, preñado de buenos deseos y de esperanzas.
Platero pasaba acariciando con sus cascos las someras aguas de La Hontanilla, dejaba a su mano derecha el Peñón. A la altura de Valsequilloel camino se adentraba en la sierra hoyando las lindes por entre encinas, retamas y acebuches. A su paso por el sotobosque la lavanda, el romero y la jara pringosa esparcían al aire su colorida fragancia, dando contento a tan insólita peregrinación.
Joseíllo paró un instante la marcha, y a la sombra de un voluptuoso madroño te dio a probar de aquellos frutos, redondos, rugosos, matizados de rojos y amarillos, y con un gran contenido en alcohol.
Cuando llegabais al cortijo comenzaba a refrescar. El joven rabadán, que aún no habría cumplido los dieciocho, encendió la chimenea para haceros entrar en calor. A los pocos minutos se oía el trote de Lucero y, precipitadamente, se os echaba encima la figura de tu primo Pablín. Pensaba aquél que en la casa habría entrado algún extraño, y aunque no había nada que llevarse que no fuese una esquila, un jergón, o una sartén, su instinto más primario le llevaba a defender la casa contra cualquier intromisión.
Al compás de las esquilas el rebaño descendía desde el otero buscando la seguridad del redil. Entre sinuosas veredas y recios pedregales destacaban, de tanto en tanto, algunas trincheras que dejó la guerra incivil.
A ambos lados del hato iban Canelo y Boca Negra, los perros mastines. Detrás venían los pastores, en amigable conversación. El más joven de ellos aparentaba tener unos treinta años. Huérfano de madre desde su más tierna edad José no recordaba, sino vagamente, a su familia. Su tía le encontró una casa donde trabajar y, desde muy pequeño, le dejó a su sino. La forma de cortar el tasajo con la navaja, y las cuatro letras que José “Nuez” sabía las había aprendido de Bernabé.
Cuando se echaba la oscuridad y el ganado quedaba al resguardo eran de ver las tertulias que se montaban los dos. Al calor de los leños, Bernabé se ponía a desleír en su boca los recuerdos con la misma parsimonia de quien lía un cigarrillo o musita una oración. La cara se le iluminaba como por arte de ensoñación: había visto pasar a los loberos llevando sus preseas sobre las albardas de un burro, y sabía historias, relaciones y romances que al más templado de los hombres le harían temblar, si las oía de su voz:
“Estando yo en la mi choza/ Pintando la mi cayada
Las estrellas altas iban/ Y la luna rebajada;
Mal barruntan las ovejas/ No paran en la majada.
Vide venir siete lobos/ Por una oscura cañada.
Venían echando suertes/ Cuál entrará en la majada:
Le tocó a una loba vieja/ Patituerta, cana y parda,
Que tenía los colmillos/ Como punta de navaja…”
Aquella noche el hogar estaba más concurrido que de ordinario, y el temido aullador se había vuelto a hacer presente en medio de la reunión. El público infantil, que formabais tu primo Fabián y tú, se encontraba absorto por la magia de las palabras.
A tu padre se le ocurrió entonces ofrecer una moneda de a duro a quien fuese hasta la fuente y dejase un señuelo allí.
Metido aún en el relato Joseíllo rechazó aquella tentadora oferta pero Fabián, pese a la rémora de sus pocos años, se armó de valor y fue.
Desde ese mismo momento su estimación creció a los ojos de los presentes. Podía haber estado el lobo muy cerca del agua, saciando su sed. O tal vez seguiría sus pasos escondido entre la retama, o vigilante en las cumbres vecinas, para en cualquier instante saltar sobre él.
Un pequeño catre, sobre el que dormías, la brasa roja del hogar y la tenue luz de unos candiles aliviaron, en el transcurso de la noche, el fantasma de tu imaginación.
Poco a poco fue dejándote su sombra el sueño, y un hálito reparador te trajo hasta hoy.
Realmente, en los tiempos de progreso en que vivimos, ya no es cosa de temer a los lobos: los organismos de la administración vigilan a los violadores, a los políticos corruptos, el abandono escolar, y el maltrato infantil; y a día de la fecha se registran sensibles bajas entre los habitantes de la sierra, donde se echa en falta al lobo, al pastor, al perro mastín, y a aquel tibio rescoldo que nos brindaba el fuego del hogar, la conversación y la mirada cálida de un padre.
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N.B.: Los periódicos refieren que, tras años de persecución, una partida de lobos se ha consolidado en la provincia de Córdoba; el buscador de Internet anuncia que “El Excelentísimo Ayuntamiento de Valencia, en relación con los expedientes para la baja de oficio del Padrón Municipal de Habitantes”, requiere a la firma a D. José Tamará, de quien se desconoce su actual paradero.
Loado sea el cielo que pone y quita el remedio, y que nos permite soñar en el regreso de los que un día se fueron pensando siempre en volver.
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