16 de julio de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Casa con dos puertas

Casa con dos puertas
Casa con dos puertas
La calle de la Montera y aledañas se hacían eco de aquel terrible suceso que a más de un vecino ponía de los nervios y hacía que se le encogiera el corazón.
─ ¡Ya están aquí los sevillanos! ¡Como si no hubiera más problemas en qué pensar..!
Aquellos chicos, que parecían hechos del rabo de una lagartija, mostraban su contento y vitalidad, como es habitual en los niños, paladeando los primores que ofrece la vida al aire libre, y dejándose llevar por las anárquicas leyes de su avatar.
Juanito, Fabián y Pablo, que así se llamaban estos vástagos, nacidos a orillas del Betis, regresaban cada año al pueblo, a la casa de sus abuelos. Para ellos aquella construcción de dos plantas era un misterioso castillo donde habitaban sus héroes de ficción.
El abuelo Pablo era una de esas fuerzas de la naturaleza que movía el mundo con tan sólo una mirada, o con un soplo de aire que nacía de su voz. Tenía una pierna mala y, desde tan liviano compás, manejaba el bastón como usa un general el sable, blandiéndolo a diestro y siniestro, sin ninguna clase de reparos.
En otros tiempos habría sido el protagonista de una novela de García Márquez, o bien uno de aquellos conquistadores que, indomables en la adversidad, se echara al hombro el hatillo para acompañar a Lope de Aguirre en la búsqueda de El Dorado.
Aún conservaba un buen ojo para el trato de ganado, una buena mano para gobernar la casa, un paladar refinado para sacarle gusto a la vida, y un instinto animal para con los suyos, a los que olía llegar como el lobo presiente a sus crías, sin tener que mirar para ver que eran de su misma sangre, y similar condición.
Si los sevillanos hacían una trastada allí acudía él, gozoso de imponer su autoridad, sorprendiéndoles de improviso con un ruido sordo en el suelo, propinado por su bastón.
Comenzaba en ese instante un periplo que tenía por escenario el holgado caserón.
Huyendo de aquel feroz ogro, de pobladas cejas y amenazadora mirada, estos émulos de Hermes completaban sus trastadas dando unas vueltas al pozo ─ en cuyas gélidas aguas se enfriaban las lecheras, rebosantes de su blanco maná ─; visitando la cocina─ donde Fuensanta machacaba unas almendras para aderezar un ajo blanco ─; pasando al galope tendido por el cuarto de las matanzas ─ donde el matarife Claro daba cuentas de un marrano, que gruñía con desesperación ─; corriendo por el pasillo, donde la industriosa tía María, el lar protector de la casa, supervisaba si todo iba bien; y dejándose el resuello en derribar unos sillones, en un desesperado intento de poner toda clase de cortapisas al gigante cojitranco.

Solían los sevillanos formar equipo con Cándido, Güila, Pedrules, y los demás niños de la calle, a quienes los pastores invitaban, muy de mañana, a entrar en el corralón, para tomar un vaso de leche fresca, o beber directamente de las ubres de las cabras, mientras Bernabé, o José, se encargaban de ordeñarlas.
Otras veces era Joseíllo, el más joven de los rabadanes, quien les desvelaba sus dudas sobre los enigmas de la sexualidad; o bien se entretenían en calibrar el alcance de sus meadas, proyectadas en parabólicos chorritos sobre las piedras del corralón.
Y allí, cerca de las cuadras de los animales, desde la atalaya de una gran pila de leños, observaban el brioso galope de “Lucero”, el caballo alazán; la mirada atenta y gachona de “Boca Negra”, el soberbio mastín; la pose desconfiada de “Platero”, el burro, obligado a galopar la empinada calle Leones, merced al acicate traidor que alguno de aquellos pillastres le aplicara en plena zona rectal.
El corralón se ubicaba al final de una cuesta –denominada en aquel tiempo de los Leones −, junto a una fuente que surtía del preciado líquido a las casas de alrededor; y el trote del burro constituía un peligro para las mujeres, que hacían un gran esfuerzo por llevar los cántaros apoyados en la cabeza, o bien en la cadera, o ambas cosas a la vez.
A medio día, los niños asistían al colorido espectáculo de los pájaros que se exponían en el tramo medio de la cuesta, junto al colmado de María. Allí se deleitaban el olfato con el olor a chocolate y salazón y entretenían el oído escuchando los melodiosos cantos de aquellas floridas aves, a las que todos conocían por su nombre más común de tizón, colorín, mixto, verdón, chamariz, y lúgano, entre otros.
Después se tiraban al suelo, muy ligeros de equipaje, para jugar a la taba como los pícaros de Velázquez, o bien a otros juegos de azar que, en otros tiempos habían entretenido a los mismísimos romanos.
Apostaban en mil audacias que se sabían capaces de hacer; y así el perdedor del juego debería tirar de una tanza cuando pasara un sombrero, para hacerlo caer al suelo; o bien, con una sutil cuerdecilla, dar impulso a un llamador y desaparecer cuando el morador de la casa abría la puerta, para volver a insistir, hasta provocar la expresión:
─ ¡Sevillanos..! ¡Id a molestar a vuestros padres, que estarán muy a gustito sin teneros que aguantar!
Y ciertamente el vecino llevaba parte de razón. No la llevaba toda porque, como dice el refrán “Cría fama y échate a dormir”; que aquellos simpáticos angelotes no eran los únicos culpables de todo lo que pasara en el mundo mundial; amén de los grandes arrepentimientos que sólo espíritus tan selectos como aquéllos eran capaces de mostrar.
En ocasiones solemnes los sevillanos gustaban de “procesionar” por el centro de la calle: Juanito, en un trágico esbozo del Cristo del Gran Poder, batía sus grandes pestañas como proyectando al mundo su dolor; Fabián, el mediano, marcaba el paso con el rítmico redoble de un imaginario tambor; y Pablo, el más musical de los tres, improvisaba una marcha procesional a golpe de corneta, que imitaba con precisión.
Y ellos tres solitos hacían de palio y costal, de cofrade y Hermano Mayor, de costalero y capataz, de Cruz de Guía y llamador; todo ello acompasado por la voz, al modo en que acostumbran los flamencos cuando jalean al “cantaor” ─ “¡A ésta es!¡Ar sielo con ella, mi arma!─, ensayando toda clase de chicotás, que promovían el candor y espiritualidad de los allí presentes.
Después de tan grandísimo esfuerzo no era de extrañar que aquel estilizado Cristo se tomase, en un receso, una lata de leche condensada de una “sentá”; para lo cual proyectaba sendos agujeros en la tapa de latón: uno destinado a sorber, y otro a facilitar la aireación, y para no dejar a la vaca exhausta.
Parte fundamental del invento era la colocación de una silla de enea que, apoyada en la pared, permitía descansar al compulsivo bebedor, al tiempo que facilitaba el automatismo de la deglución.
Pero lo que tenía que ver era la facilidad de los flagelantes para cambiar su trágico papel por el de un tablao de sevillanas. En un momento de calor, cuando las voces templadas de los sevillanos decían “aquí estoy yo”, un Enrique “El Cojo” redivivo ─ como el que se había visto pasear por la sevillana calle Amor de Dios y por la Alameda de Hércules ─entraba en escena haciendo vueltas, pasadas, careos, taconeos a un solo pie, remates y bien paraos, que era una delicia de ver por la dignidad con que los artistas se daban al espíritu del “arte chico”, dejando en todo lo alto el pabellón de la orilla no trianera de la capital hispalense.
Y ya en la siesta, como prólogo cansino del atardecer, la casa se acunaba en la quietud del descanso.
Alguno de sus habitantes visitaba la fresquera, para refrescar el gaznate con un vaso de agua fría, o de gazpacho; o para endulzarse la vida con una tajadita de melón de Villanueva de la Serena, el rincón extremeño de donde era natural el abuelo.
La abuela Joaquina recurría a los remedios del agua de Vichy y, al tiempo, se frotaba la cabeza con “Petróleo Gal”, una loción de limón, con la que peinaba su blanca cabellera, consiguiendo un brillo especial.
Y fue una de esas tardes en que los cuerpos se abandonan al embrujo de Morfeo cuando ocurrió este suceso que me refirió Fabián:
─ “Era una tarde de verano, que recuerdo como si fuera ayer. Estaba el abuelo Pablo sentado en el escalón de la calle, con su pantalón oscuro y a rayas, el torso desnudo, y los pies descalzos, posados sobre la acera.
El sol acariciaba su cuerpo, mientras tomaba con fruición una cervecita helada, que había estado previamente dentro de un cubo de metal, inmersa en el agua fría del pozo, que tú tan bien conocías.
Yo estaba detrás de él, mirándolo como se mira a un león que se estira en la modorra. Su garrota, junto a él, le veía disfrutar como a uno de esos jabatos que se reboza en el fango.
De pronto se me ilumina la imaginación y me digo: “Le voy a echar a mi abuelo un cubo de agua de pozo por su mollero y así estará más fresquito”. Imaginado y hecho. Me fui a por un cubo pequeño y lo llené con el permanente que, atado a una gruesa cuerda, colgaba de una garrucha, apoyado en el pretil.
Me deslizo suavemente, sin hacer ni el más mínimo ruido.
A esa hora estaba desierto el pasillo, con lo que no tuve que inventar ninguna clase de excusas.
Cuando estuve a tan solo un par de metros de tan ansiado objetivo, lo observé de arriba abajo. Estaba en plena modorra, roncando como un lechón. Suavemente me coloqué detrás de él, alcé el cubo hacia arriba y se lo vertí en la cabeza. EL salto que pegó fue impresionante. Bramaba, chillaba y decía: “Sevillano ¡¡¡ Hijo de puta!!! ¡Como te coja, te mato!”
Salió corriendo tras de mí y la única salida que imaginé fue subir al soberado.
En un primer tramo, como sabes, se abría una zona muy oscura toda llena de aparejos, cosas viejas, telarañas, y Dios qué otras cosas que aparecían por allí. Me dio un repelús y pensé que sería mejor no aventurarme.
Considerándolo bien, sólo me quedaba la opción de subir al soberado más grande: el que daba a la calle. Recuerdo que estaba lleno de tinajas enormes. Muchas de ellas contenían granos de cebada, para alimento del ganado.
Las tinajas, que debían de tener al menos un metro de diámetro, por metro y medio de altura, me parecieron altísimas, dada mi corta estatura.
El abuelo nunca solía encaramarse allí, debido a su pronunciada cojera; pero ese día le oí subir por la empinada escalera, dando garrotazos en las paredes, y soltando improperios contra mí.
Y en ese instante pensé: “¡Como me coja me mata!”
Sólo había, pues, dos opciones. Una de ellas era descolgarme por el balcón y soltarme desde los hierros hasta caer en la acera. La otra era meterme en el interior de una de aquellas tinajas y enterrarme allí sin asomar ni el más pequeño de mis cabellos; porque si el abuelo me descubría me sacaría de allí como un pollo, y me desnucaría de un tremendo garrotazo.
Al final cogí un pequeño taburete, me subí en aquel laberinto de tinajas, y me introduje en una de ellas, lanzando el taburete lejos, para que no se descubriera el ardid.
El abuelo subió como pudo, y empezó a dar trompazos, para ver si yo echaba a volar. Una de aquellas veces el trancazo fue a parar a mi tinaja, pero allí no se movía ni Dios; tan encogido y tapado estaba por el efecto del miedo, y por los granos de cebada.
Observando el silencio que había, y que no se escuchaba ruido alguno, el abuelo pensó que debí saltar por el balcón. Se asomó al mirador y, aprovechando que estaba a varios metros de la tinaja, salté de su interior, y salí como un balín escaleras abajo.
Oí que me tiraba la garrota, y que ésta daba contra la pared; y fue entonces que pensé: “¡Estoy salvado!”
Salí huyendo, como un corzo, por el corredor de la casa, hacia la puerta de entrada que había quedado entreabierta. De allí, alcancé la calle; y con ella la libertad.
Estuve casi tres días sin ver a mi perseguidor. Hacia todo lo posible por no encontrármelo, hasta que se le fueran bajando los humos. Por fin con la intervención de la abuela Joaquina y de la tía María se fue suavizando su enojo.
Nunca olvidaré las miradas que me echaba de reojo. Eran temibles. Al final, pasados unos días, fui a pedirle perdón. Comprendí que era muy malo todo lo que había hecho y que me lo podía haber cargado de un terrible sobresalto, al haber pasado de ser un cuerpo caluroso a un cuerpo helado, en decir un santiamén”.
Pasada ya la canícula la casa se desperezaba. Acudían las visitas. Intuían los niños que sobre algunas de aquellas amistades del abuelo, de ideología republicana, pendía la daga de la incomprensión; asistían, sorprendidos, a la detallada relación que se hacía del Cerro de los Chozos, donde D. Eulogio −aquel admirable médico que parecía proyectar la voz como si un río subterráneo subiera desde su pecho − había tenido que hacer una traqueotomía a la luz de un carburo; cuando no a historias de pastores, que contaba Bernabé, que les tenían embelesados por su gran amenidad.
Otro asiduo del abuelo, al que se le achacaba una enfermedad de la misma tipología que la padecida por D. Quijote, se llamó D. Baltasar. Era éste un personaje al que, por algún inoportuno lamparón, que en nada menoscababa su natural elegancia, la feroz chavalería bautizó con el sobrenombre de “Culeras”. Cuando toda una legión de pícaros le acosaba, él blandía heroicamente su bastón y sin alterar ni un ápice la dignidad de su voz de trueno, solicitaba la ayuda de su hermana, que le esperaba –como un Sancho bueno− apoyada en el balcón:
─ ¡Rosario… échale un cubo de mierda a esta gente!
Singular declaración que dejaba a cada uno en su sitio, y a más de uno de aquellos con la boca a media risa, cavilando sobre tan deshonrosa actuación.
Por la noche la calle parecía renacer con las tertulias de los mayores, que tomaban el fresco en la puerta, y con los animados juegos de los niños. Aún los hijos se dejaban aconsejar por sus mayores y no existía la televisión en color; tampoco se hacía necesaria, pues la cultura estaba a pie de calle, ofrecida “a cala y cata” como un dulcísimo melón:
─ ¡ Hilo neeegro..!
─ ¡Más alaaanteee..!
─ ¡Más travieeeso..!
─ ¡Quietecita mi geeeente..!
─ ¡Chichi veo!, ¡De aquí no me meneo!..
─ ¡Hilo neeegroooo..!
Bajo un cielo de estrellas se oían las musicales retahílas, hermosas como un pregón. Luego los tertulianos se iban retirando, haciendo mutis por el foro, mientras carreras y voces se empezaban a difuminar por el Parque de las Ranas, por la sombrerería de Merelo, por la Plaza de Santa Bárbara, por El Llano, por donde Balsera…, hasta silenciarse repentinamente en las casas, como si la noche se hubiera entrado por el macizo portalón, y se adormeciese en todos aquellos añorados rincones, soñando en gustoso duermevela con el tibio olor a pan, y con el resplandor matutino del lubricán.
 
Casa con dos puertas
               
 
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Comentarios

Juan Carlos Mateos Frutos
06-09-2017 20:30:14
Llevo esperando por lo menos dos años para ir a Peñarrolla Pueblo Nuevo. Se lo dije al tío Pablo. Y ...
 
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