10 de julio de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Un motivo de reflexión

D. Alejo Franco
D. Alejo Franco



A D. Alejo Franco, Licenciado en Filosofía, el amor por la diosa Sabiduría le tenía tan sorbido el seso que había llegado a la consideración de que sin argumentos ni axiomas la vida no habría tenido ningún sentido para él.
Bien mirado resultaba ser un tipo alto, incluso más de lo normal, de irreprochable aspecto y de correctas facciones; sin embargo, algo indefinido en él ─ acaso la falta de gracia, o la desmesura de sus proporciones ─ movía a la desconfianza de los que le eran más cercanos, e incluso le convertía en un individuo siniestro para los demás.
Unos decían que sus grandes ojos negros, que revelaban una manifiesta miopía, eran fiel reflejo del más sombrío de los humores que, como en uno de esos árboles enfermos, trasminaba su resina pegajosa por las más recónditas fibras de su piel; porque cuando D. Alejo posaba la vista en alguien, era como para echarse a temblar. Ese día al menos afortunado se le caían los pantalones o lo que tuviese a mano, o bien entraba en una situación de descontrol que, para quienes lo conocieran, sería calificada como poco habitual.
Para otros eran su insufrible rigor y su torpe severidad los que convertían a este espécimen en un allegado del búho, en un personaje falto de empatía, y cicatero en el trato con los demás; porque el amor de este sujeto por la diosa Atenea, lejos de abrirle a los “caminos de luz”, como a D. Antonio Machado, le había hecho germinar bajo el suelo, como una de esas plantas etioladas que aman la oscuridad e invierten sus energías en hacer que crezca el tallo sin llegar a florecer.
Ni las abejas de Himeto, con su delicioso néctar, ni la resolución de la dialéctica de contrarios habían conseguido sacar de él la más tenue de las sonrisas; algo tan habitual en un “ser risible” como se dice del hombre, un ser que, desde que nace, hace de la sonrisa la mejor de su virtud. Porque a D. Alejo Franco, tan poco amigo de fiestas, “el cachondeo le parecía un asunto poco serio, y una auténtica gilipollez”.
Que cuando D. Alejo empezaba con tal clase de peroratas lo más conveniente era permanecer lejos de él; que ni a San Francisco de Asís, con ser tan rústico santo, ni al monje Efrén, que escribió un tratado contra la risa, habría quien les convenciese de que “es preferible reír que llorar”, como dice la canción.
En numerosas ocasiones, y por el hecho de sentirse atacado por un ingenuo comentario, nuestro hombre se empeñaba en reaccionar contra alguien más débil con furia de acusador, haciendo objeto de su ira al papel inmaculado, y tachando a su enemigo de un nervioso plumazo trazado en forma de cruz.
Su mirada atravesada, y su aspecto huidizo, conferían a este tipo un aire sacerdotal que solía realzar en sus repetitivos sermones con el primero que se le pusiese a tiro:
─ ¿Es usted consciente, señor alcalde, de que nos encontramos en un desierto cultural?
Lo que el munícipe de turno quizás no lograra entender era que su pueblo estaba falto de bibliotecas y de otros estímulos culturales; pero aquella admonición, que le recordaba el enfado de Moisés ante su pueblo, aquel tono con que se revestía la verdad, lo más que inducía al atribulado munícipe era a prescindir de la Filosofía y de otras formas de figuración, y de mostrarles su repulsa de por vida.
Porque, a decir verdad, lo que más se le reprochaba a tan relevante lexicógrafo era su peculiar forma de pontificar sobre toda clase de asuntos, su manera de arbitrar soluciones sobre todo tipo de problemas habidos y por haber, su afición a nominar aquello que desconocía, y su falta de tolerancia hacia la opinión de los demás: una forma de conducta que, a menudo, solía chocar con los más jóvenes de sus alumnos, acostumbrados a comunicarse con la más lúcida ingenuidad mediante modos, voces y símbolos que trascendían la más simple realidad, para acomodarla a una dimensión más sugerente y poética que la arbitrada por tal profesor.
Y era esta dificultad en hacerse entender, o la misma falta de entendimiento por parte de los demás, lo que hacía crecer y crecer en semejante personaje su misantropía.
A menudo se sentía tan pillado por la estupidez de que hacía gala el personal que no sabía cómo reaccionar, hasta el extremo de tener que habituarse a las gafas negras como fórmula para esconder su estupefacción.
Hacía pocas fechas que se había dejado sorprender por un compañero de trabajo. Lo encontró charloteando en animado coloquio con un encanto de mujer, que paseaba un perrito de muy incierto pedigrí:
─ Señora, le compro el perro ─decía el bueno de Quevedo, que así se llamaba el fulano aquel.
─ No sabría qué decirle, pero el perro es de mi hija, y si regreso a casa sin él…
─ Tampoco quiero ponerla a usted en un compromiso, pero como siempre estoy por aquí usted dígale que “Juan Pedro Coronado” le ha ofrecido doscientos euros por él.
─ Yo, por mí, se lo vendía ahora mismito. ¡Con lo que gasta este puñetero en comer..! Pero el cariño de una hija no tiene precio. ¿No cree usted?
El buenazo de Quevedo ─ quien, con un simple juego de palabras, ya se había hecho coronar ─ mostraba condescendiente la mejor de sus sonrisas, como el que es proclive a entender la grandeza de la gente, y la finura modales con que se adorna un corazón.
Y luego de despedirse con los mismos gestos y ademanes con que se adoba un saludo propinó al simpático chucho un cariñoso achuchón, para ponerse cortésmente en su onda.
El asombro de D. Alejo no tenía límites: cómo podía haber gente tan perruna que se comportara así…; pero para dar un final lógico a lo que él había dado en calificar como un pasillo de comedias, en el que hasta el nombre del protagonista se convertía en ficción, se atrevió a preguntar en un gesto de fingida cercanía hacia tan peculiar gachó:
─ ¿Tanto te gusta ese perro, Juan? ¿Tan buen pedigrí tiene que te llegó a impresionar?
─ No, hombre, no, si el animalito es un gozque… Si yo lo único que quería era levantar la moral de esa encantadora mujer..., ¡ Porque anda que tener que bregar todos los días con semejante chucho..!
Y esto último lo decía aquel barbián de Quevedo con un cierto retintín que a D. Alejo Franco, Licenciado en Filosofía, no le había de pasar desapercibido y que incluso le proporcionó, en el transcurso de la semana, un buen motivo de reflexión.
 
D. Alejo Franco
             
 
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