23 de junio de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Una vida de leyenda

POR AQUEL ENTONCES LOS NIÑOS SE DEBÍAN DE CONFORMAR CON LOS TÍTERES DE CACHIPORRA

Una vida de leyenda
Una vida de leyenda
─ El tiempo condiciona nuestra vida como la tierra en que nacemos. Nacemos en el regazo del tiempo, como nacemos en el regazo de la patria; y así como no es lícito renegar de ésta ni por ingrata, ni por pobre, ni por dura, ni aun por injusta, no debemos renegar de nuestro tiempo, sino estimarle como una especie de patria, a veces trabajosa, que nos ha sido dada por Dios, y que hemos de procurar hacer más digna, justa y humana con afán encarnizado y constante. (José María de Cossío. Discurso de Ingreso en la R.A.E.)

Para algunos antropólogos el nombre, y el lugar en que se crió y pasó su juventud, conforman la trayectoria vital del individuo.
Ser vecino de Peñarroya, o de El Terrible, ya de por sí imprime carácter; si además los naturales de allí se identifican con el ocaso rojizo de un altivo farallón y con la negra sombra que proyecta una sima de carbón, tendremos el cielo y el infierno reunidos en una única entrega.
En la sociedad actual, en que todo se vende a golpe de rótulo y de luz de neón, el nombre se convierte en un símbolo identificativo de una personalidad, de una sociedad, de un negocio; pero en la época en que transcurre mi cuento aún no se habían puesto de moda los anuncios luminosos; y menos aún la televisión, ese retablillo de imágenes donde el maravilloso cerebro de una mosca se bastaría a sí mismo para mostrar la sutil ideología cojonera, y los efectos engañosos de la luz.
Por aquel entonces los niños se debían de conformar con los títeres de cachiporra─ con D. Cristóbal, y con la bruja Fatidia, que rendían visita por Feria ─, o con la peli de los domingos, un emotivo tostón en el que John Wayne, Cantinflas, Joselito, o Marisol, acaparaban el mayor de los protagonismos.
Salir del cine a caballo, con una sonrisa en los labios, o con la lágrima puesta, era pues, lo habitual; que, en cierto modo, el fenómeno del cine conlleva parecida situación a la de quien se interesa por la vida de su prójimo: uno de esos días de cháchara pregunta cómo le va, y el vecino le contesta con una enorme retahíla, que ni siquiera presenta el acostumbrado final.
Por las fechas del relato Peñarroya y Pueblonuevo estaban unidos ya por un mismo escudo; y así mismo por un autobús de transporte de viajeros, propiedad de la Compañía López.
El “Total”, como el público le llamaba, permitía al usuario viajar de una a otra población ─“Total por una cincuenta que cuesta el billete…”─, y, en ocasiones, en el precio se incluía un añadido: la agradable compañía de un guía muy especial.
Guasón, que era el nombre al que respondía nuestro amigo, era tan famoso por sus entradas como por sus “salidas” y su nombre habría merecido la dudosa fama de figurar en las listas de personajes que adornan los álbumes de cromos de los niños. De hecho era una de las figuras destacadas de un imaginario que los jóvenes recitaban de corrido, y cuyos otros integrantes eran: “Curita, Panduro, Vinagre, Machota, Pincelito, Palaustre”, y demás ilustres del lugar.
El carácter extrovertido de nuestro hombre le llevaba a oficiar de guía turístico cuando la ocasión pintaba calva, y así cuando el autobús comenzaba su periplo subrayaba con su voz y aristocrático porte las partes más reseñables del recorrido:
─ Señoras y señores… enfilamos La Gran Vía de Madrid. Ahora entramos en Callao ─ e interrumpiendo por un instante el discurso: “¡Stop! ¡Ceda el paso, conductor!”─.
A nuestra izquierda queda el Edificio Capitol. ¡Magnífica imagen! Permanezcan ustedes atentos, que muy pronto podrán ver la famosa Plaza de España. ¡Stop! ( y leyendo, con parsimonia, un pequeñísimo rótulo: “¡ Prohibido hablar con el conductor..!”).

En su lista de visiones y ensoñaciones este émulo de Quevedo y de Torres Villarroel atrapaba la atención del personal con sus estrafalarias comparaciones y comentarios. Porque, a decir verdad, lo que verdaderamente caracterizaba a este individuo eran su necesidad de agradar a todos, y su espíritu infantil.
En una ocasión, en que un golpe de viento arrebataba el balón de playa a un niño, Guasón lo atrapó en el aire, marcándose una palomita ante el delirio de la afición que, a su buen entender, no habría sido capaz de mejorar ni el mítico Ramallets, ni el heroico Platko, protagonista de la famosísima Oda de Alberti. Ni que decir tiene que los concurrentes de la Piscina Municipal ─ donde tuvo lugar el hecho ─ prorrumpieron en cálidos aplausos de admiración.
Su carácter inmaduro convertía a este elegante ─ “más bonito que un San Luis”, según algunos, y “de la piel de Satanás”, en la opinión de otros ─ en un auténtico Don Juan, amigo de la picaresca, del ardid, y de la mentira en pequeñito.
Una de las jugadas que más prestigio le proporcionó, particularmente entre sus colegas masculinos, consistía en invitar a sus fans a una opípara merienda; tras echar un rato de agradable cháchara Guasón abandonaba las reuniones, pretextando cierta urgencia surgida de improviso. Pasado un espacio de tiempo, la prudencia del camarero hacía evidente el engaño y ponía en sobre aviso al personal, con la obligación de cubrir el precio de las consumiciones.
Pero la que le dio mayor cartel, y le puso de actualidad en la literatura humorística local, fue la que tuvo de protagonista a una joven que bien valdría un potosí de haber tenido la fortuna de ser agraciada por su físico. Entre las virtudes de aquella Diana estaba la de unos ojos expresivos que, tras la cristalera de su mirador, no cesaban de observar el diario trajín de los caminantes que, de un extremo a otro de El Llano no se cansaban de charlar y de comer pipas, con cuyo agudo sonido se amenizaba la cháchara.
Un buen día Guasón le echó el valor necesario como para abordar al progenitor de la niña. Allí se entretuvo en hablar de sus quejas de amor hacia la bella cautiva, y pidió al orgulloso padre que le diera su consentimiento para acudir hasta aquel mirador de los días, y hacer honor al ritual de “pelar la pava” con su hija.
Tras las previas nuestro galán conseguiría el visto bueno; pero como hombre que no perdía puntada, y menos aún en asuntos de la máxima formalidad, no distrajo ni un segundo en atar los hilos sueltos, y entró dispuesto a formular la pregunta definitiva:
─ Antes de comprometerme a nada, y de poner en cuarentena mi reputación, me quería informar sobre la dote con la que usted piensa beneficiar a su niña…
La terminación de la historia queda abierta a la imaginación del lector, pues como se infiere del cuento, no es asunto agradable de contar; que, como en toda clase de sucedidos, de apólogos, y de leyendas, amén de la parte vistosa, también hay una forma mezquina de vestir la realidad; una realidad habitada, en algún caso, de días sin probar bocado, de piojos y de chinches; una torpe “realidad” donde la musa de siempre, la de nuestros más dulces sueños, es tachada por muchos de “Loba”, y relegada al "lupanar" de la marginación, de la mirada babosa y del piropo indecente.
Uno de esos malos chistes que, como toda apología del machismo, del racismo, de la muerte de los inocentes y de otras clases de terrorismo, convendría no volver a contar “para hacer una patria más digna”, y mucho menos estomagante.
 
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