14 de mayo de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

¡Córdoba para morir!

David Roberts
David Roberts
─ Sevilla para herir. / Córdoba para morir. (García Lorca)

Si pudiera robar un solo día de su tiempo, como el viajero Phileas Fogg, algún apresurado caminante no dudaría en escoger aquél en que fue por vez primera a la capital, caballero a lomos de un viejo autobús de “Auto─ Transportes López”.
Podría así recuperar uno de esos días luminosos en que su imaginación infantil soñaba con conocer nuevos paisajes más allá de la cristalera del autobús:
─ Niño, ¿querrías hacerme el favor de seguir contando curvas?
El pasajero ─ aritmético, numeral, o cuentista de curvas─ acordaba concederse un descanso en la rutina, no dudando en solicitar la ayuda de su joven acompañante, para darle así la oportunidad de que practicase en el arte del cómputo, y en la magia de los números.
─ Señor, ya llevo contadas quinientas ¿Es necesario que continúe así hasta el final?
A partir de Cerro Muriano la carretera descendía con un vértigo de herradura capaz de alterar los estómagos más recios; en tan comprometida ocasión el neófito sentía la intranquilidad de pisar en territorio enemigo.
Porque entrar o salir de Córdoba, en la dirección de Espiel, era un viaje arriesgado en el tiempo para un viajero que no fuese D. Gonzalo Fernández de Córdoba, o D. Rodrigo Díaz de Vivar.
¿O acaso no recordaba el romance de los Infantes de Lara en que las cabezas de los siete jóvenes fueron, una a una, mostradas a su anciano padre por mandato de Almanzor?
─ Tomando la del menor/ el dolor se le doblaba:
¡Hijo Gonzalo González,/ ¡los ojos de Doña Sancha!
¡Qué nuevas irán a ellas/ que a vos más que a todos ama! (…)
¡Mejor fuera la mi muerte/ que ver tan triste jornada!
Al duelo que el viejo hace/ toda Córdoba lloraba
Aquellas enciclopedias, en que lo divino y lo humano se estudiaba en comunión, resaltaban con tinta china la crueldad de unos guerreros feroces que a todos nos hacían temblar:
Una cordobesa fue/ a Sevilla a ver los toros
Y en la mitad del camino/ la cautivaron los moros.
En lecciones de este calibre bien se podía extender Dª Luisa Revuelta, de Lengua y Literatura, o el Doctor Cabanás, de Naturales, con cuya sola presencia se le ponía al mejor de los estudiantes los pelos tiesos, como escarpias.
Los historiadores dicen que solo unos cuantos de aquéllos, procedentes del otro lado del Estrecho, sometieron a los visigodos del tirón; pero la única realidad es que fueron ellos ─ los Abderramán III, Al- Hakam II, Hixén II, Almanzor,…─ los mayores prisioneros de aquel rio, desde el instante mismo en que lo bautizaron con el nombre de Oued─ el─ K´bir; que la palabra de un poeta es la que marca el destino de toda una región o país:
─ Bajo el arco de cielo/ sobre su llano limpio
dispara la constante/ saeta de su río.
Abd- Al- Rahmân, el cordobés de ojos azules, de quien se dijo que era hijo de una prisionera vasca, se proclamó califa de Córdoba en enero del año 929. Y ya no quiso salir de allí.
─ ¡Córdoba para morir!
Aún podemos ver su historia grabada a relieve sobre el estuco, o sobre la cerámica vidriada de una pared.
Un universo visto a ojos de pájaro, si lo observas con la limpia mirada de aquel niño─ dios que fuimos, que fuiste, que fui…
Las imágenes aún nos brotan, al unísono y a raudales, como vistas a través de un caleidoscopio; como cristalitos de sal, que van a caer sobre la taza de la fuente del Patio de los Naranjos: el Paseo de la Victoria, la librería Luque, el bar Correos, la Plaza de las Tendillas, el edificio de Telefónica, el instituto Góngora, la pensión de la calle Pompeyos, la Plaza de la Corredera, el Alcázar, la Plaza del Potro, la Judería...
Ciudad de calles estrechas, y olor rancio y vegetal como un Montilla─ Moriles:
─ Una ciudad que acecha/ largos ritmos,
y los enrosca/ como laberintos.
Como tallos de parra/ encendidos.
Alhelíes, madreselvas, gitanillas; frescor primaveral de azahar y de jazmines. Luminosa claridad de un patio primorosamente enjalbegado por sus vecinos, manso rumor de agua derramada sobre la fuente, prisión de unas rejas de hierro, silencio de azulejo y cal...
Y al otro lado del rio “El Campo de la Verdad”. La pasión y los celos se mecen bajo un prisma de cálidos atardeceres. La muerte, que desafía a cualquier cristiano viejo que se precie.
Un sonido de guitarra se hace trizas por el aire. A lo lejos alguien canta un grito de “soleá”:
─ ¡Mis fatigas son mortales!/ ¡Me encuentro con un camino
con dos vereas iguales!”
El espíritu de Córdoba tiene nombre: “La Guía de los Perplejos”, de Maimónides, o el “Tratado sobre el amor y los amantes”, de Ibn─ Hazm.
Gastadas páginas ilustran su historia, la blancura virginal de sus ermitas, la flor y nata de sus personajes: Séneca, Lagartijo, Manolete, Luis de Góngora, Averroes, el judío Maimónides, Antonio Gala, o el pintor Romero de Torres:
─ Puentecito, puentecito/ Puente de San Rafael,
Dime por qué caminito/ se lo han llevaíto/ para no volver.
¿Dónde está Julio Romero/ dónde está/ por qué se fue?
Dímelo tú, puentecito,/ puente de San Rafael.

El barrio de Santa Marina, las calles de Rey Heredia, de la Concepción o de Gondomar, tienen mil ojos en cada esquina para observar de soslayo a una chiquilla gitana, de ojos aceitunados y de mirada triste, convertida en amazona si es llegada la ocasión:
─ No te puedes figurar, / tú que aquello lo conoces
de cuando fuiste a comprar/ la yegua, el rumor de voces
de la calle Gondomar.
Entre aquella animación,/ un grito de admiración
alarmó a la gente seria;/ cuando por la Concepción
se vio subir de la feria/ el cuerpo más soberano,
más gallardo y más serrano/ que viera del sol la luz,
sobre un potro jerezano/ del mejor hierro andaluz

Envuelta en negras mantillas, capote de grana y oro, Córdoba acompaña en su dolor a Dª Angustias para despedir a Manolete. Rafael de León fue quien mejor lo supo expresar a ritmo de pasodoble:
─ Que le pongan un crespón a la Mezquita, / a la torre y sus campanas,
a la reja y a la cruz,/ y que vistan negro luto las mocitas
por la muerte de un torero/ caballero y andaluz…
Para cantar la alegría, para llorar un dolor, para musitar salmodias, no hay que ir hasta Linares; la ciudad de las siete puertas, la que fue testigo de los amores de Ibn─ Zaydun y de la poetisa Wallada, tiene suficientes campanas, como para repicar a gloria, para llamar a las armas, o para invitar a la reflexión:
─ Campanero dime, dime campanero dime por favor:
¿Cuál de tus doce campanas,/ dime, campanero, repica mejor?
¿Será la San Zoilo,/ será la de la Asunción
será la de San Antonio/ Será la de la Ascensión..?
¿Será la que toca al alba/ y también a la oración
será la Santa María/ que es su campana mayor?.
¿Será, acaso, el campanillo/ que hay junto al San Rafael..?
 
Rio Guadalquivir
             
 
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