28 de abril de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérr)

Un basilisco

Un basilisco
Un basilisco
En el tiempo en que tuvo ocasión este relato era habitual la expresión “ponerse hecho un basilisco” en el sentido de “estar airado”, o mostrarse enfadado” ante una determinada situación.
El basilisco, según el “bestiario” de Ferrer Lerín, es un ser mitológico, producto de la cópula del sapo con el gallo, que posee dos espolones, cabeza con cresta de gallo, alitas y una cola de serpiente común.
Cuentan los historiadores que apostando un basilisco en sus murallas los sitiados consiguieron detener a las tropas de Alejandro El Grande, y matar, diariamente, a doscientos de sus enemigos; tal era la fuerza de los vapores emponzoñados que lanzaba por sus ojos tan extraordinario animal.

Retamal, el secretario, sabía hacer bien su labor. Ante cualquier modificación de los cuestionarios —algo que se iba haciendo cada vez más frecuente en tan kafkiana administración— él se mostraba solícito y servil para requerir personalmente la oportuna información.
Sin perder un segundo de su precioso tiempo el escribiente se dirigió a la sala de profesores donde, en la hora del recreo, el de Religión solía descansar de dos pecados menores poco señalados por los Evangelios: la impertinencia y la desfachatez.
In illo tempore D. José destacaba entre los demás claustrales por su prominente barba, recuerdo de aquellos años en que el rostro del Ché Guevara lucía en la cabecera de su cama como un símbolo de justicia y de rebeldía juvenil.
Por aquellas calendas los curas podían ser tachados de comunista por el simple hecho de apoyar las reivindicaciones proletarias, o por simpatizar con la teología de la liberación, y D. José había militado en ambos frentes, aguantando las llamadas a capítulo de la curia, y el común de su feligresía, que hacía cruzada contra él por el aspecto desaliñado que llevaba y por las lucíferas homilías que ellos mismos e veían obligados a padecer.
Fueron años difíciles en los que su vocación religiosa flaqueó, en que se cuestionó el fin último de su divino sacramento, debatiéndose en la duda moral de servir a Dios o de servirse de él.
Los nuevos tiempos planteaban nuevas soluciones y el buen pastor debía de estar al lado de su grey, aunque el rebaño prefiriera un vicario más al uso, y él tuviera que aguantar la mirada inoportuna de aquella oveja descarriada que tenía puesto los ojos en él.
Después, con la llegada de la democracia, nada cambió. O quizás sí. Amén de las novedosas y variadas familias léxicas, cambió el personal en los bancos de la parroquia. Las influyentes almas de antaño, que solían lucir a sus hijas en el paseo dominical y ocupar las primeras filas en la liturgia, dejaron de ir a misa para tomar acomodo en las bancadas del Senado, el Ayuntamiento, la Diputación… donde llegarían a destacar por su inquebrantable voluntad de servicio al poder.
Desde aquellas gloriosas fechas D. José María no había podido levantar cabeza. Ya no sabía si era él o no. Había días en que se miraba al espejo y no se reconocía, días en que le apetecía seguir podando aquella fértil barba, que ya no impresionaba a nadie, ni siquiera a él.
Su preciado magisterio había devenido en rutina. Buscaba el patronazgo de cualquier mecenas que sufragase un ladrillo para la parroquia; preparaba homilías para que la gente durmiese en paz y gloria de Dios; ponía árnica y sentido común entre Hermandades y Cofradías ; desasnaba alumnos que no querían saber de ética, ni de mitología, ni de historia de la religión.
Hasta tal punto llegó la cosa que, un afrentoso día, se rapó la barba, recompuso su indumentaria, y se fue acomodando a la inercia mohosa de caballo ganador.
Y en este rosario de cuentas andaba cuando Retamal entró a saco en su intimidad, dejando a un lado el introito, para formular expresamente la pregunta ad hoc:
— Don José, ¿qué debo poner en su expediente: soltero o casado?
— Pon célibe. Los curas y las monjas estamos casados con Dios, respondió el interpelado, satisfecho de haber contestado la pregunta del millón mientras, abandonados los pies al aire, arrellanaba su pequeña anatomía en el sofá.
El silencio buscaba plaza en el pensamiento de los presentes cuando bruscamente se interrumpió por la desmesurada algarabía de la profesora de Griego — a quien por el rubio entorchado de su pelo y el perfil clásico y afilado de su rostro los alumnos habían comenzado a motejar con el nombre de un conocido personaje de ficción — que entre agudos chillidos y saltos de alborozo desató su incontrolada impertinencia contra el ex melenudo varón, retirándose después entre confetis y bambalinas para confusión y sorpresa del personal, que no acababa de entender la parte surrealista del chiste, ni la razón de la grotesca escena, que como un eco chirriante alentaba aquella voz
—¡Anda, coño, un ejemplar de hombre célibe!, ¡Incienso y mirra al señor..!
Como impulsado por un muelle, el clérigo saltó de su asiento, hinchó las venas del cuello, echó fuego por los ojos ─ como correspondería al más airado de los mortales ─, compuso en su rostro una expresión similar a la del basilisco, y remedando por vez primera el tono que debió acompañar al patriarca Moisés cuando arrojó contra el suelo las tablas de la ley, atronó, masticando cada palabra con énfasis:
—Cuando le dicen Pájaro Loco es porque no la aguanta ni Dios…
Y volvió a echar mano de su asiento, erigido ahora en un pequeño oasis de paz contra aquel mundo cambiante que tampoco entendería ni el mismísimo Undibé.
Fue entonces que los presentes no tuvieron más remedio que reír ante el ataque de ira de aquel hombre virtuoso, que hasta la hora presente dio la impresión de haber sido un modelo de discreción.
 
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