27 de abril de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El niño dios
El niño dios
─ ¡Qué tiempo el tiempo! ¿Se fue con el niño Dios huyendo?
¡Y quién pudiera ser siempre lo que fue con lo primero! (J. R. Jiménez)
Ni as en la manga, ni paloma en el pañuelo, ni conejo en la chistera…
Apareció en nuestras vidas con un sutil abracadabra; como el sabor de la brisa sobre la apacible superficie del estero.
Aquel día nuestros juegos infantiles se vistieron de marinero, como de primera comunión, y todos los niños querían compartir su trocito de pan con chocolate con el amigo nuevo.
La alegría de una mirada le basta y sobra a un arrapiezo para sonarse lo mocos ante una atildada multitud; para ocultar la falta de botones de su camisa, o para llenar de hilvanes los remiendos de su sufrido pantalón.
En aquel tiempo la calle de la Montera era el rincón de los juegos; “la luz con el tiempo dentro”, que diría Juan Ramón:
─.Cada casa era palacio y catedral cada templo;
estaba todo en su sitio, lo de la tierra y el cielo;
Lejos de aquel pequeño paraíso el rapaz ni tan siquiera contaba con la presencia de unos hermanos; ni de unos padres; ni con la estremecedora ternura de otra mirada infantil, que le acompañara en sus juegos.
Una plazoleta en cualquier parte, un andén en cada estación…
Un precario paño negro que ocultaba a sus ojos el sesgo imprevisible de la concurrencia, y la entrañable voz de su abuela, frágil báculo de supervivencia, era el único tesoro que se arriesgaba a perder:
─ Adivina el color del traje de esta señora.
(¡Aplausos!)
─ El color de la camisa que lleva puesta el señor…
(¡Bravo, hijo, bravo! ¡Un gran aplauso!)
Entre los antiguos griegos era un acto de impiedad dudar de los pronósticos del adivino. El público congregado en la explanada de la Plaza de Abastos miraba al niño con la misma ternura con la que se mira a un dios; como a un pajarillo caído, que fuera incapaz de volar:
─ Y ahora, hijo mío, el más difícil todavía, deberás pronosticar si comeremos hoy o no… ¡Se ruega al muy respetable público el máximo silencio, por favor!
(En tan penosa situación el sonido metálico de unas monedas rompe el frío del más silencioso de los adoquines).
─ Los buenos augurios se cumplen. ¡Gracias a Dios!, suspira la abuela, mientras lanza una agradecida mirada de embeleso a aquel precioso y desharrapado niño Dios.
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