23 de abril de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El repartidor de bollería
Llitografía, Debret
El trepidante ritmo de la cafetera y el estimulante olor a café parecían una invitación para acceder al local. Su jornada laboral aún no había comenzado y determinó agasajar al día que estaba a punto de comenzar. En el murmullo de la clientela una voz grave destacó a su percepción:
—Tres docenas de molletes, dos de merengues, dos de petisú…
El repartidor de bollería, de aire servicial y de aspecto bondadoso, se llamaba Luis. El camarero se lo confirmó dándole toda suerte de detalles, como sabiéndose su valedor.
Aquel señor había sido un hombre muy rico, propietario de fincas en un sonado municipio andaluz, al que la triste necesidad - ¡quién lo había de decir!- le había hecho encallar en un modesto suburbio de Madrid.
— ¿Por un casual lo conoce..?
—El mejor amigo de mi padre, cómo no lo había de conocer...
Magnífico cazador del que se decía que donde ponía el ojo ponía la bala.
Gustaba jugar al mus: echó a su mujer a suertes y cuentan que la perdió. Y si tocaba ganar nunca perdía los papeles. Un auténtico señor…
En realidad una mancha la tiene cualquiera ─ aquí la frente del cliente dibujó una arruga pensativa, y aminoró el tono de su voz─: En una ocasión le vi tirar de la fusta para golpear a un hombre que trabajaba a su servicio.
Llegado a este punto la curiosidad del parroquiano se convirtió en desazón; pidió la cuenta y se despidió, como quien huye de un fantasma, dejando sin apurar los últimos tragos de aquel amargo café.
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