13 de abril de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Un buen menú
Un buen menú
Ahora que “La Uno” ha vuelto a poner de moda los concursos gastronómicos he echado mano de un relato ─ La fiesta de Coqueville ─, en el que se habla de dos familias enfrentadas: los Floche, que "detentan la soberbia de los que triunfan", y los Mahé "simples muertos de hambre".
El naufragio de una embarcación es motivo de fiesta en un pueblecito francés. Abastecido, durante semanas, de las bebidas más espiritosas (curacao, benedictino, trappistine, chartreusse, casis, raki de Quíos, arak de Batavia, aguardiente sueco al comino, tuica calugareasca de Rumanía, silvovice de Serbia, el cúmel y el kirsh, la ratafía...), los malhumorados vecinos pronto van a poner fin a los ya históricos malentendidos, dando paso a un gran espíritu de concordia y fraternidad.
Como bien dijo el poeta, en nuestra cultura mediterránea ─donde no faltan los gourmets ─ no hay reunión que se precie sin un vasito de vino; ni conflicto que no resuelva la blancura de un mantel, ni depresión que resista el beso de una morcilla:
─ (…) La morcilla, ¡oh, gran señora, / digna de veneración!/
¡Qué oronda viene y qué bella! / ¡Qué bizarro garbo tiene!
Yo sospecho, Inés, que viene / para que demos en ella.
Pues, ¡sus!, encójase y entre, / que es algo angosto el camino.
No eches agua, Inés, al vino, / no se escandalice el vientre.
Borrachines y glotones - como los gigantes Gargantúa y Pantagruel , el galo Obelix, y el rústico Sancho Panza - capaces de comerse un jabalí de una sentada, y de trasegar un tonel, ni faltaron nunca, ni faltan.
Allí en mi pueblo fui testigo de sendas apuestas que tuvieron como protagonista a un señor de enormes tragaderas y de voluminosa anatomía.
En una ocasión se tragó un montón de huevos crudos. Les daba un golpecito con su bastón y los sorbía de un solo trago.
En la segunda ocasión lo vi atiborrarse de café con churros, sentado en un velador de la Plaza de Abastos, y rodeado de fisgones. Esta última apuesta creo que la perdió, pues el hombre estaba rojo como un tomate y los figurantes del público radiaban el "¡No va más!"
Pero no hay manjar alguno que mejore el discurso que al bueno de D. Quijote le sugirió un simple puñado de bellotas.
Y me llama la atención que, ante aquella especie de razonamiento, los cabreros, que no sabían leer ni escribir, permanecieran embobados y suspensos sin atreverse a mover ni un solo músculo de sus caras:
─ Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia. [...]
La locura de nuestro Quijano plantea un mundo ideal; aunque la auténtica realidad sea completamente distinta. Que ni todo era festivo, ni todos días de días, como para que tuvieran lugar “las bodas de Camacho”:
─ Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.
La “olla podrida”, en la que navegaban los restos de algún triste garbanzo, era el manjar que nutría a los pobres.
Las sobras de aquella comida, sutilmente condimentada, la trocaban en “salpicón”.
Después los huevos con torreznos, y las migas ─ comida propia de agricultores─ se reservaban para el sábado.
Algún palomo, los domingos, para comer como un señor.
¡Quién lo diría! En mis tiempos se comían ranas y lagartos. Y trozos de bacalao en salazón. Y los pajaritos fritos. Y la cebolla con pan.
Y, según decía la Spice Girl , España entera olía a ajo…
No hace mucho que, en la ciudad de Córdoba (Argentina), se procedió a suspender de su cargo al director de la Secretaría de Ambiente, por proponer que la carne de paloma formara parte del menú, en un programa asistencial.
Pues mi amigo buen Mariano dice que a él le supo a gloria la carne de gato, que tomó “de tapadillo” en un bar, y que jamás volvería a pisarlo.
Y todo ello venía a cuento del "Cocido del Jubilado" que organiza mi amigo Manuel, y a una letra muy sabrosa que la música ha cocinado y que todos podréis oír:
─ ¡Camarero!, ¡Señor!/ ¡Camarero!, ¡ Señor/
¿Qué hay para hoy, señor./ Un buen menú…
Solomillo asado, con patatas fritas (…)
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