10 de abril de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Oliendo a brea
Oliendo a brea
“Dichoso aquel que tiene la casa a flote” (Habanera)
De joven siempre atrajo mi atención el relato aquél que mi madre me contaba, acerca de un familiar muy cercano de su íntima amiga Gloria. Al parecer, un buen día, el hombre abandonó la comodidad de su hogar para embarcarse. Durante años estuvo por esos mares hasta que, ya anciano, encontró la oportunidad de volver. Y cuando su hija le preguntaba por las razones de su olvido aquel viejo lobo de mar sólo acertaba a decir que la magia de un espejismo le había apresado en su red.
Ante historias tan reales se da cuenta uno de que, en no pocas ocasiones, nos hemos aferrado fuertemente a circunstancias pasajeras de nuestra vida, elevándolas a la consideración de hito.
Y es entonces cuando vemos lo frágiles que somos, y la sorprendente capacidad que tenemos las personas para afrontar las duras zancadillas que nos tenía reservado el destino.
En el relato “El Regreso”, de Guy de Maupassant, Levesque y Martín son un ejemplo de diálogo, de caridad y de respeto hacia los demás, en un momento crítico de sus vidas. Martín salió un buen día a pescar y a su regreso a tierra firme se encontró a otra persona ocupando su lugar, y a una esposa y a unos hijos para los que resultaba un extraño.
Algo así nos pasó a todos. Un día gris del Otoño salimos de casa, dejando atrás un sinfín de recuerdos, de caricias y de palabras: las espadas de “Pedrules”, las travesuras de “Candidín”, las historias de “Bocanegra”, los juegos al atardecer…
Y otro día, al volver, ya nadie nos conocía. Ni tú conocías a nadie. “Nadie” con quien jugar al juego de la billarda, ni con quien botar el balón. En el ir y venir de las olas aquellos surcos vitales resultaban tan extraños que eran pura desarmonía; que en nada coincidirían si tuvierais que entonar, todos juntos y al unísono, una vieja melodía.
─ ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué atribuyeron los griegos al mar un dios especial: el hermano de Júpiter? Seguramente todo esto no carece de significado. Y aún más profundo el significado de la historia de Narciso, quien a causa de no poder asir su dulce y turbadora imagen vista en una fuente, se arrojó a ella y pereció. Esa misma imagen es la que todos vemos en las aguas de ríos y mares. Es la imagen del inasible fantasma de la vida…
Son frases de ese calibre las que nos ayudaron a entender que, como Ulises, se nos va pasando la vida atados al palo mayor de nuestro sentido del ridículo, de nuestro rigorismo mental. La creencia de que hay que “hablar en plata”, y ponerse el traje oscuro hasta en los días de fiesta, ha dado paso en algunos ─ ¡Saludos, Antonio Monterroso!─ a una actitud más natural: la consideración de que las arrugas del alma son la mejor epigrafía; el planteamiento de la duda; la capacidad de admiración; la ingenuidad de una pregunta; el sentimiento de armonía en la falta de compás; la rebeldía contra uno mismo; el conocimiento de que tirarse los platos a la cabeza de nada sirve, que más se conseguiría con un metafórico desplante, o un piropo de pasión…
De joven todos pensamos que mirar por encima del hombro a alguien es una forma de dar a entender que pasamos olímpicamente del prójimo. En este sentido admiré mucho a un actor que llegaría a ser famoso. Preferible la increíble capacidad de algunos de liarse un cigarrillo, de entablar una interesante charla con cualquiera que se tope en un cruce de caminos.
La vieja fórmula de nuestros padres, capaz de vencer las nubes negras del hastío, la baldía estupidez:
─ ¿Cuál es la verdad? El río/ que fluye y pasa/
donde el barco y el barquero/ son también ondas del agua?/
O este soñar del marino/ siempre con ribera y ancla?
Seguro que alguien recuerda el poema de Machado que interpretaba Serrat:
─ Érase de un marinero/ que hizo un jardín junto al mar,/
y se metió a jardinero.
Estaba el jardín en flor/ y el jardinero se fue/ por esos mares de Dios.
La parábola no tiene desperdicio. Ni tampoco musical. Comienza Serrat su lectura con una especie de silabeo que va “in crescendo” hasta la alcanzar la palabra “jardinero”. Traduzco yo que aquel “culillo de mal asiento”, al que se hace referencia, encuentra su nuevo ideal en “la descansada vida” de quien huye del “mundanal ruido”.
El cuarto verso se continúa con una “suspensión” que da paso a una nueva realidad: el “paciente” jardinero regresa al interminable balanceo de las olas, al olor de la brea y a la inseguridad de la casa a flote.
Con la edad, y la poca experiencia de los años, creo que entendiendo mejor lo que dicen los poetas:
─ Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina (…) entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda.
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