31 de marzo de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La cruz y el costal

La cruz y el costal
La cruz y el costal
Mañana de Jueves Santo. Un luto de negras mantillas se cuela por los rincones y vela el límpido azul de Málaga en suave y vaporoso tul.
El gallo de las tres negaciones acudía gallardo a su cita diaria con el sol y una melodía insomne resbala, cual cera fundida, sobre el plasma del televisor.
Por tan solo unos días los tendenciosos mítines políticos, la desleída sonrisa de la presentadora, la historia de los ladrones, las increíbles gestas del deporte patrio, la soberbia victoriosa de la uve, el vacuo latiguillo del “me da igual”, y hasta los mecanismos manipuladores de la publicidad, daban paso al barroco más severo de la religiosidad popular.
A pasito corto la pequeña tropa iniciaba sus evoluciones. En rítmica ostentación de marcialidad once caballeros legionarios izaban sobre las yemas de sus dedos un azaroso girón de sus vidas, un entrevero de luces, un recodo del camino, un sanguinolento retazo de piedad, una cruz.
Luego, desde la altura de sus fornidos brazos, con suaves manos de pianista, posaban el leño sobre sus cuellos en un gesto solidario de maternal protección.
La imagen del Cristo de Mena volteaba las palmas hacia el cielo, en inconfundible señal de perplejidad de quien solicita a los cielos una explicación razonable a tamaña injusticia.
Vencida sobre su hombro, la cabeza de Cristo parecía exhalar un último adiós: un doloroso y definitivo adiós a las almas aladas de las cosas, a la mágica fragancia de azahar, a la mirada atónita de un niño, a un mundo irreal de sensaciones que penetraba silenciosa hasta las raíces del tuétano.
Las recias voces guerreras ponían contrapunto a un himno, salutación de la muerte, en impúdica ostentación a tanta vida como latía en derredor:
Soy un hombre a quien la suerte
Hirió con zarpa de fiera.
Soy un novio de la muerte
Que va a unirse en lazo fuerte
A tan leal compañera.
En la más dramática de las encrucijadas los quijotes de la vida se juramentaban en no abandonar a los suyos en el campo de batalla, hasta salir victoriosos del rescate o dejarse la piel en azarosas astas de molino .
Los sonidos negros del cante hondo, el desgarro de la copla, la subcultura de la telenovela y del folletín, la anomia del sufrimiento y del dolor, aplicados cual remedio balsámico entre quienes compartían una misma cicatriz:
Nadie sabía su historia
Mas la legión suponía
Que un gran dolor le mordía
Como un lobo el corazón
Para quien luzca, tatuado en su brazo, un glorioso “amor de madre”; para quien se sienta hostigado por los lacerantes clavos de un Cristo; para quien clame a rebato contra el monstruo de la incomprensión; para quien sufra las continuas escaramuzas de la enfermedad; para quien padezca en propias carnes las terribles zarpas del amor, la afección de aquellos parias, dignificados por un derroche de humanidad, le habrá de calar hasta el hueso.
Desde la ventana chicha de un moderno televisor Miguel de Mañara vislumbró en un segundo el sentido de aquellos laureles. Rebasados los setenta, hacía ya muchos años que había quedado atrás su joven espíritu de machaca; mas aún defendía a pie firme su impenetrable trinchera, su difícil posición.
Ni las múltiples goteras le harían desfallecer en tan desigual cruzada. Los enormes ojos de bondad del camarada, la vulnerabilidad de su cabeza vencida sobre un almohadón, la fragilidad infantil de sus miembros tras décadas de apego al dolor, le harían resistir en su fe.
Para el niño de sus ojos nunca hubo un “¡Detente, bala!”, ni una tregua en la hostilidad de ataúd, ni la victoria de un beso o de una palabra por decir.
La desgracia había atravesado aquel ricito de su frente, y se había alojado en su cerebro con altanera actitud.
De aquel tierno y fiel amigo, atado a una sillita de ruedas, él era el único valedor. Si había que llevarle al baño, si la hora de almorzar, si tenía que ponerle pañales, o limpiar las mucosidades para que no tuviera problemas al respirar…, si era llegada la hora de llevarle en brazos hasta la cama, allí siempre estaba él, obsequioso de su mirada, gustoso de una pequeña caricia de su piel.
Hay momentos en la vida que no se pueden postergar. Miguel se sabía cercano ya a su relevo, y el destino de aquel Cristo le dolía hasta rabiar.
El credo de aquellos hombres, que hacían piña alrededor de una imagen, se acrecentaba por instantes como clara referencia a su penosa situación.
Y bien a las claras decía que ante la petición de ayuda, fuera del tipo que fuese, acudirían todos al unísono; y, con razón o sin ella, defenderían al camarada que necesitase de auxilio.
Ni un segundo más de espera. No se pudo contener.
Y mirando la ventana, a ratos mágica, a ratos estúpida, del televisor, el caballero legionario D. Miguel de Mañara Vicentelo de Leca rasgó la sólida armonía de aquel muro con dramática, y ronca, y deshilachada voz:
− ¡Camaradas, vista al frente..! ¡Caballeros legionarios..! ¡Compañeros de fatigas..! ¡Por vuestro Cristo de palo y por mi Cristo doliente..! ¡¡¡A mí la Legión!!!
 
Antonio Susillo
                       
 
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