25 de marzo de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La señorita del abanico

La señorita del abanico
La señorita del abanico
El Diario de Sevilla de hoy miércoles, día 25 de mayo, se hace eco en doble página de las declaraciones del ex ministro Solchaga:
─ En política económica…, Zapatero se equivocó casi en todo, tanto como en política exterior o de defensa, pero no tanto como en política territorial, cuyo balance, como ustedes saben, fue nefasto.
Aquel ministro que afirmaba que “en España cualquiera puede hacerse millonario” oficia en el Foro Joly una ceremonia de la confusión cuando dice que con el partido va hasta la muerte, pero “simpatizante… no tanto”.
Para terminar de arreglarlo don Carlos Solchaga habla del triunfo de la “no acción” cuando apunta que Rajoy acertó al no hacer nada.
Por lo visto confunde al clan Rajoy con aquellos tortolitos de Bécquer:
─Sobre la falda tenía/ el libro abierto; /en mi mejilla tocaban /sus rizos negros; /no veíamos las letras/ ninguno creo; / mas guardábamos entrambos
hondo silencio.
“No veíamos las letras…” ¿Y cómo las habían de ver si los jóvenes enamorados tenían quien se las escribiese, amén de estar “aforados”?
Con ministros como Boyer, como Rodrigo Rato, o como Solchaga, no hay muñeca de “Famosa”, con refajo y sombrilla, que no caiga rendida a sus pies.
Es increíble la influencia que puede tener en nuestras vidas unos enamorados tan “aparentes”, aunque sus voces nos suenen a teatro, como la de don Juan Tenorio; o las de Susana Díaz y Rajoy:
─ ¿Qué galanes las esperan?/ ¿Bajo qué mirto reposan?
¿Qué manos roban perfumes/ a sus dos flores redondas?
La jueza Alaya, que la pobre debe ser alérgica al polen, sigue empeñada en tocar las narices de los altos cargos, y en robar de tan almidonadas solapas el encendido beso de un clavel:
─ Un clavel, un rojo, rojo clavel/ A la orilla de tu boca…
¿Comprende usted que una ideología cabe en un verso?
En el caso de algunos de mis paisanos fueron los de Espronceda; en el mío en particular fueron de Eusebio Blasco, un poeta de tercera que escribió un poema − “Un duro al año”−en el que la cadencia de la voz siempre ataca con furia aquellos preciados versos:
−Ni creo en leyes humanas/ ni en el que las bombas tira.../ ¡Palabras! Palabras vanas. / ¡Mentira, todo mentira!
Si bien mi madre sustituía el tercero por otro similar que decía: “Ni creo en leyes divinas”. Y así, grabado en mi conciencia de españolito de a pie, el poema dejó su pátina en mi forma de ver la vida.
Que como el bueno de Machado, también me empeño en buscar a Dios, y alguna vez lo he encontrado, por el tesón de “buscar”; aunque mi único confesionario se reduzca a la cabina de un “Xantia como mucho:
−A mis soledades voy/ de mis soledades vengo/ porque para andar conmigo/ me basta mi pensamiento.
Sobre tan particular sentido poético de mi progenitora un familiar muy cercano me comentó que, en realidad “había nacido para esclava”, y fin de cualquier otra elucubración…
Me ofendí, porque gracias a tan generosas espaldas ese familiar y yo recibimos todo el amor que sólo ofrece una madre, y los “papeles” necesarios para poder sobrevivir:
−La señorita del abanico/ va por el puente del fresco río.
A las señoritas de abanico y a los caballeros de la levita los adora el pueblo llano ─por sus hermosas carnes rosadas, porque se hacen la manicura en los pies, y porque se visten de limpio todos los días y fiestas de guardar─ pero nunca se atreverá a expresarles su amor, a menos que ese día se levante con el pie derecho, como talentoso émulo de Urdangarín.
Las señoritas del abanico ─vestidas de malva y rosa, y “corselete escocés con cintas hasta la cola”─, también se enamoran del pueblo, aunque sólo sea a hurtadillas; y adoptan también rijosas costumbres que las llevan a transformar un prosaico paño en una poética mantilla de blonda, capaz de cubrir las desnudeces de la mismísima Josephine Baker.
La señorita del abanico se marca unas bulerías cuando el pueblo asiste a su casorio como admirable espectador.
Pero el pueblo, que se sabe pueblo, y que desconfía del aristócrata y del intelectual, aunque se llamen Quevedo, o Dionisio Ridruejo− ese conocido falangista que llamó a Franco por su nombre, y que en ningún pesebre medró− sabe por propia experiencia lo que vale un hermoso pan candeal o un reconfortante café.
Por eso me niego a oír que, tras treinta años de corrupción y de olvidos mi pueblo es “la bien pagá”; que si hablamos de competencias es más esforzado que Palmerín y más listo que Briján, y sabe en todo momento a quién tiene que votar, sin encaramarse a las ramas, ni jugar a los equilibrios en puentes que no ofrezcan a los suyos la necesaria protección:
−La señorita del abanico/va por el puente del fresco río.
Los caballeros con su levita/ miran el puente sin barandillas.
 
Las cigarreras de Bilbao
                 
 
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