1 de marzo de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

¿Pa´ ónde quea el su?

Joaquín Agrosot, 1900
Joaquín Agrosot, 1900
En temporada alta “Casa Matilde” era la gruta secreta de Alí Babá. Por sus puertas entraba el dinero a espuertas, y se hacía reacio a salir pues, entre otras razones, ni uno solo de los que trabajaban en aquel restaurante disponía del suficiente tiempo libre para gastarlo.
En temporada alta el Jefe ─ así a secas, como suena─ sólo se dedicaba a mandar. Exceptuando la temprana visita al mercado, su única preocupación consistía en controlar la caja, pastorear al personal y evitar posibles engaños.
En temporada alta el Jefe no se fiaba de nadie, así se tratase de su mujer.
El Jefe era un payés de la parte de Tortosa, de esos a los que el sombrero se les derrite en la cabeza de tanto exponerlo al sol; pero la experiencia ajena, más que la propia, le habían hecho aterrizar en aquel pueblecito marinero reconvertido en solárium por mor del turismo y de la Agenda Michelín.
Para estirar los ahorros el Jefe se había hecho de un hermoso local que le ayudaban a pagar religiosamente unos inquilinos. De aquéllos había surgido la feliz idea de poner un restaurante, del estilo de lo que los franceses llaman “brasserie”. Y cuando el Jefe vio que el negocio crecía como la espuma no dudó en tomar el relevo de sus arrendatarios, para que aquella primicia le diese su almibarado jugo a él.
Se lo había pensado muy bien y se dijo que destripar terrones y organizar las hortalizas en el bancal eran la base de cualquier trabajo y de cualquier Ministerio, ya fuera el de Agricultura, el de Industria o el de Turismo, y que todo lo que hiciera otro también lo podía hacer él. De lo pintado a lo vivido, en muy pocas fechas el Jefe pasó a oficiar de gerente del local.
Hatta, el cocinero, no tenía una buena disposición para con el Jefe, que a la postre era un recién llegado, y aprovechaba cualquier receso en los fogones para intimar con su ayudante de cocina, una joven que, como las golondrinas de Bécquer, volvía por temporadas, para recoger esas miguitas de pan a las que tan buen partido les sacaría su bebé.
Hatta era muy cortés con las mujeres, pero el estrés de una vida entre pucheros le había marcado con una enfermiza obsesión: la de tener sexo con profesionales del ramo mediante la consabida contraprestación. Y lo peor no era esto ─que a la postre él era soltero y no tenía ningún compromiso que le atase ─ su pecado era no aceptar los achares de su joven ayudante, convertida en Penélope fiel.
En este punto la reputación del Jefe de Cocina había llegado hasta mínimos y sufría continuas burlas por parte del personal:
─ ¡Marchando una de criadillas de venao!, ¡Un puré Mongole con coscorrones!
El camarero de Tomelloso era uno de ésos con los que “El Venao” ─como ya se decía “a sotto voce” del Jefe de Cocina ─tenía que batirse el cobre a diario. Entre plato va y plato viene el Sancho Panza aquél ─que al contrario que su congénere era poco ingenuo y un mucho de socarrón─ solía publicitar entre los compañeros sus artículos de Canarias, todos de gran selección; y cuando nadie le echaba cuenta de sus franquicias, o ponía en entredicho la calidad del muestrario, se dirigía con aire de tenor hacia la puerta de entrada, con su mano derecha aferrada a la solapa y una servilleta colgada del brazo, para recibir entre bambalinas al turista encantador. Éste, que ascendía desde la calle por una angosta escalera, con el peso del hambre reflejado en los pies, recalaba en un pasillo mal iluminado tras el cual le esperaba la pintoresca figura de un panzudo bolero. Juanito, el de El Tomelloso, inclinado el torso de una manera ridícula, y ajustando el compás de la mano derecha al trasteo de su pie, le recibía con una expresión más apropiada para un presentador de circo, o para un principiante en el arte de Cúchares, que para un camarero de su condición:
─ ¡Pasen, señores! ¡Pasen y vean la estatua de don Tancredo y su caballo de cartón…!
Y aquel rubicundo turista, embutido cual caramelo de fresa en viscoso papel de celofán, ofrecía la más estúpida de sus sonrisas, pensando que el individuo aquel debía estar sufriendo un fuerte amago de calor.
En ocasiones la cruzada del castellano contra el presumido infiel rozaba la temeridad; tal era su arrojo que no vacilaba en poner verde al que, poco antes, acudía de punta en blanco a tan exclusivo local:
─ A quién se le ocurre, macho. Mira que vestirse de bonito para venir aquí. ..Desde luego hay que ser tonto para mancharse el pantalón de aceite…
─ ¡Yo no soy tonto, señorrr..!
Y aquí era de ver a Juanito reculando ante la aviesa intención del novillo y pidiendo a las gradas una pizca de conmiseración:
─ Que no hombre, que no, que eres un tío muy salao; que cosas como ésta pasan a diario. Ya verás cómo te lo arreglamos con la magia del Cebralín.
En situaciones frustrantes, como la de marras, era cuando más le apetecía a Juanito ponerse a rellenar las botellas de bolita con whisky de garrafón, hasta derrotar por goleada al invasor.
El “Canario”, en cambio, era el espíritu amable de “Casa Matilde”, la máxima cordialidad en el trato, la privilegiada memoria de llevar de corrido la comanda, la grácil figura que nunca se descomponía al andar, el preferido de los jóvenes, el mago de la bandeja capaz de aglutinar alrededor de su persona a un apasionado club de fans.
Pero como Dios no quiere que sea todo perfecto, el “Canario” tenía su propia espina en Baltasar “El Pelúo, un andaluz de armas tomar que, en lo tocante a los suyos era más fiero que el can Cerbero de Hades, o mejor aún, que el perro del hortelano “que ni come ni deja comer”.
La mujer y la hija de Baltasar ─ que en su etimología asiria nombra a quien guarda un tesoro─ eran las limpiadoras del restaurante, y el calorró, que estaba contratado en la zafra de la caña y no podía estar junto a sus gachís para vigilarlas, no quería ni imaginar que aquel chaborró sandunguero le birlase el tesoro de su chavorí; con sólo pensarlo ya le tenía mala fe, y no paraba de maldecirle entre dientes:
─ Miel te güervas, y que te coman las moscas.
A finales de agosto, cuando la demanda turística empezaba a ceder, se encontraron frente a frente el payo y el zincaló. Era una de esas noches entradas en lluvia de finales de verano y el “Canario” venía de recogida buscando las caricias de unas sábanas. “El Pelúo” estaba allí, apoyado en un pequeño saliente de la escalera, con síntomas de haber tomado algo más fuerte que agua de caña. El joven no dudó en socorrerle, le agarró por la cintura con el mimo que lo haría el más dulce de los costaleros y, dando traspiés con el bulto estuvo en un tris de caer; pero sacando fuerzas de flaqueza, y obteniendo la ayuda de su dios, consiguió llevar a aquel émulo del “Cachorro” hasta la humilde habitación de la que había hecho un tibio nido, junto a su hijita y a su mujer.
A los dos o tres días del hecho Baltasar abordó al “Canario”; le ofreció un cigarrillo, le habló de él, de su gente, de su afición al pío, de la manera de ser de los suyos que, como les pasa a los espíritus elevados, no aguantan estar privados de libertad.
Y aquella expresión de honda intimidad, que Baltasar hacía a alguien a quien ya consideraba como uno más de la familia, le ablandó el corazón de tal manera que no pudo reprimir una extraña pregunta que, por la extraordinaria dimensión que encerraba, quizás no acertara a formular con propiedad:
─ Chabó… ¿Sabrías tú disirme pa´ ónde quea el Su?
 
¿Pa´ ónde quea el su?
                   
 
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