18 de febrero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Aforados
El motín
Decía el gran comunicador Marshall Mc Luhan que un pueblo es una comunidad de personas que lee el mismo libro.
Si un buen día los extraterrestres tuvieran a bien visitarnos ─ como proyectó el británico H. G. Wells en La guerra de los mundos─ sería muy aconsejable que leyeran nuestros libros, estudiaran nuestras costumbres y se empaparan de nuestra cultura, para invadirnos mejor.
Que no sería cuestión de echar mano del teléfono, como el bueno de Gila, y preguntar por el enemigo. Que así nunca podrían saber de nuestras virtudes y defectos.
Que si vienen a buscar a un tipo “bajito vestido de lagarterana”, que sepan al menos que todo terrícola es un príncipe o una princesa que, desde que llega al mundo, va embutido en dos colores: el rosa y el azul.
El rosa, el morado, el amarillo, el negro y el lila son, en el sentir general, pigmentos poco fiables.
El azul es el color aristocrático que luce nuestro planeta, el aprendiz de hombre y los grandes tartufos a los que aludía Molière: gente cuya única moral radica en compartir los favores de una casta casi sacerdotal, y en arropar su vergüenza torera bajo la capa mágica de un dios.
Por esa única razón el azul está “aforado”, porque siendo el color de los mares es ya una razón de ley.
La ley es un tocho increíble, o un pesado busto de piedra: la cabeza del rey D. Pedro I, “el Cruel”, condenado a mostrarse en una hornacina por el delito de matar al marido de su amante, ante la mirada atónita de una vieja de la calle Candilejos.
Por ello sería conveniente para quienes pisan tierra ─ y para quienes no posean esa tranquilidad que da el vivir suspendido de una hamaca, en el mejor de los limbos─ no significarse demasiado, decirle a todo pedrusco “amén”, intimar con los “putrefactos” y esperar a que acabe el ritual para poder irse a casita:
─ ¿Podían parar la guerra, por lo menos una hora o algo así?
Que en este hermoso planeta no siempre hay disponible una trinchera─ a no ser que estés aforado, o que seas uno de los diez mil que visten de gorgorán y puñetas─, y no es cuestión de ir a cuerpo gentil paseando por el frente, racionando las balas, o desatrancando el fusil:
─ ¡Romanones!¡Romanones!
─ ¿Por qué me llama usted así, señor, si nada tengo que ver con don Álvaro?
─ ¡Porque es usted un hijo de puta, como él!
Gran virtud la del humor, para quien no sepa qué hacer con las balas ni tenga a manos un cañón, ni posea una barricada construida con el sobrante de los libros de poesía.
Que, para mayor advertencia de los feroces extraterrestres, hubo quien murió de risa; y quien se convirtió de víctima en agresor mediante las buenas formas, como le ocurrió a Dª Valentina Palma de Abréu, personaje de ficción a la que un ladrón asaltó con la complicidad de la noche. La joven viuda le vendió su alma al intruso, le asesoró sobre el valor de sus joyas, y le regaló con lo más florido de su alcoba; y, cuando se le puso a tiro, simplemente lo mató.
Es lo que tienen los humanos, que aprenden bien las lecciones recogidas en los libros, y que dicen algunas cosas muy dignas de admiración:
─Cuando fuiste martillo no tuviste clemencia, ahora que eres yunque, ten paciencia.
Comentarios
No existen comentarios para esta publicación
Deja un comentario