17 de febrero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La musa de la tortilla

Graffiti
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Aún estaba por llegar el director que ponderase sus méritos en las tablas y su flexibilidad para adaptarse a un papel. Su relevancia en el elenco de aquel insigne orador que quería “acabar con los pobres”- conocido como “el Plauto español” por sus ceremoniosas entradas y su graciosas “salidas”- no había merecido una simple línea por parte de la crítica teatral, absorta como estaba en columbrar hasta los últimos detalles la novísima puesta en escena del “monstruo de los ingenios”, el Max Estrella sevillano llamado a dirigir la comedia nacional.
Veterana en el arte del ¡Mucha mierda!, añoraba aquellos tiempos en que el elenco se reducía a unos pocos conocidos, libre aún de la morralla de advenedizos y figurantes que aquel cambiante tinglado atraería poco después.
Entonces, para evitar las susceptibilidades de listeros y mandamases, solían hacer las reuniones al aire libre; y en la mayoría de los libretos se sustituía el nombre de los actores por sus apodos; y las palabras “políticamente correctas” por sus homónimas en inglés.
Más tarde, cuando el Andrés y el Isidoro, los ideólogos del grupo, tomaron a su cargo la Gran Comedia Nacional, se sacaron a colación otros términos con los que debería fraguarse la publicidad de la “new age”, la propaganda que limase los enfrentamientos de familias, y proyectase la imagen de la ecología, de la alegría, de la juventud y de la convivencia en libertad, fines para los que contaban con el slogan de un refresco de cola y el mecenazgo económico de El Corte Inglés.
Ya por entonces los avezados publicistas sacaron a la luz la foto de la tortilla, rescatada de un álbum destinado a amarillear: allí, en los pinares del Guadaira, los chicos con incipientes melenas y ajustados pitillos, y las chicas, con faldas de colegio monjil, alternaban entre pinchos de tortilla, cuando aún desconocían que lo de las cuotas de poder era un logro que ellos mismos habían de gestar.
Aquellos jóvenes parecían pintiparados para rendir pleitesía a la tortilla de patatas, y tachar de un plumazo a los ibéricos, al marisco y al champán ─ “de alta cuna y de baja cama”, como pregonaba la sin par Cecilia─; y para acabar de una vez y por todas con la imagen reaccionaria con que se habían poblado baldíos y sementeras: la del negro toro de Osborne que, en cualquier valla de carretera, mostraba sus viriles atributos a quien los quisiera ver, cual guiño de prepotencia a lo Manolo Escobar:
─ No me gusta que a los toros/ te pongas la minifalda…

Desde aquella imagen fotográfica la impronta de Menchu Soria y su prosopopeya de actriz habían quedado grabadas en letras de oro para la posteridad.
Y la traca final fue que, transcurridos unos años, sus fieles la proclamaran la “Musa de la Tortilla”, sin forzarla a presentarse a ningún tipo de concurso, ni tener que lucir como dama en ningún juego floral.
Qué más podía pedir si había estado tan solo a una cuarta de la corona de laurel.
Que si estaba aún dolida no era por el personal, que todos la querían bien y que semanalmente le pasaban una encuesta de opinión sobre la huella que había dejado en su biografía aquel humilde manjar. Lo que más le había molestado es que la dejasen a solas con su pisito de separada y su hipoteca, y que no la hubiesen invitado a subir al carro de la prosperidad.
Con la extraordinaria credibilidad que hubiera dado a un buen papel de diputada, de Consejera de Justicia, o de Igualdad Social...
Y no es que tuviera mal cartel como procuradora, pero no se veía envejeciendo en esta profesión. Ya estaba un poco harta de arreglar papeleos, de traer y llevar las tasas y notificaciones, de ponerle el caso “a huevo” a más de un abogado ilustre, que no lo había de agradecer, de trasegar los chistes verdes que contaban los jueces mientras hacían tiempo hasta que empezara la vista….
Por lo demás todo bien, ni ella iba de “sobrada” como murmuraban los fachas de cuello tieso, ni la tortilla había sido su salvoconducto para medrar en los Juzgados, como se empeñaba en ver aquel habilitado de procurador que, cuando pasaba junto a ella, solía cantar unas corraleras de Lebrija que la ponían destartalá:

Cogían papas
Una vieja y un viejo
Cogían papas
Y la vieja decía
Vaya una lata.
Que yo las quiero
Arrimá a una tortilla
Con muchos huevos.


Y lo peor no era la rima ni las terribles variantes, efecto de la improvisación; ni siquiera los visajes que hacía el bolero mientras percutía rítmicamente los nudillos sobre la mesa, a modo de palillos; ni los absurdos riapitá y batibé con los que se animaba; lo peor de aquel oficialillo de tercera, injerto de lagartija y espíritu de Carnaval, es que tuviera la desvergüenza de bailar la tonada mientras le mostraba ora el ombligo, ora el canalillo de su trasero, en impúdica e histriónica ostentación.
 
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