24 de noviembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El jardín de los poetas
“CUALQUIER DESTINO, POR LARGO Y COMPLICADO QUE SEA, CONSTA EN REALIDAD DE UN SOLO MOMENTO, EL MOMENTO EN QUE EL HOMBRE SABE PARA SIEMPRE QUIÉN ES”
Dice Borges en uno de sus cuentos de El Aleph que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento, el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.
A lo largo de nuestra vida todos nos hemos proyectado alguna vez en algo o en alguien: en un personaje que queríamos ser, en un poema que hubiéramos querido componer, en una mirada, en un aroma, en una palabra, en una melodía, en un paisaje,…
La vida se nos va de entre las manos “aprendiendo a querer”, escribe el poeta Carmelo Guillén. Qué dilema si tuviéramos que escoger uno solo de esos momentos que pueblan en silencio nuestro diario trajinar.
Para don Manuel Bueno, personaje de ficción de la celebrada obra de Unamuno, el cielo formaba parte de su propio paisaje humano y vital; él mismo era un trozo de su pueblo, de Valverde de Lucerna: su espíritu, quijotesco y fuerte cual la montaña y profundo e íntimo como el lago, se saciaba con la fe de aquellas gentes y con la bondad de Ángela Carballino, su hija espiritual.
A los demás, personajes de la vida real, sólo la luz, la luz presentida, la luz preterida de uno de estos preciosos días otoñales, nos podría contestar.
Toda aristas la ciudad es, para algunos, un laberinto de mentiras y ascensores que nos ocultan la verdad; para los espíritus sensibles “la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que lo colmen de maravilla y de contento”.
Paseando por el parque, el trino de un pájaro o el murmullo de una fuente nos traen un eco que cantaba “no sé quién por otros valles”:
Escuche usté, amigo
¿Ha estao usté en Sevilla?
¿Ha visto usté el parque
de María Luisa?
¿Qué no lo conoce?
¿Qué no ha estao usté allí?
Pues usté no sabe
Lo que es un jardín.
No señó;
No lo sabe usté,
Se lo digo yo.
Aún siento en mis oídos la melodiosa voz de mi madre, declamando con maestría los versos de Cavestany en la tertulia familiar.
Hay un jardín interior en cada rincón del parque.
Asentada sobre una suave pradera, la escultura de María Luisa Fernanda de Borbón, de Enrique Pérez Comendador, luce una rosa de té en su mano: la piedra se humaniza en un sesgo de tristeza y de dolor.
Romance del pueblo que nos habla de un amor truncado, con música de Manuel López─ Quiroga, y letra de Antonio Quintero y de Rafael de León:
Una dalia cuidaba Sevilla
En el parque de los Montpensier
Ataviada de blanca mantilla
Parecía una rosa de té (…)
Rosita de Andalucía
Amor te prendió en sus redes (…)
Una lámina de agua espejea la alameda, la serenidad de los cielos se mece, en suave juego de luces, sobre la flor de loto – los nenúfares de Villaespesa, los nelumbos de Rubén─, como símbolo de eternidad.
Más allá, un ciprés calvo presta su sombra a una pareja de enamorados. Alrededor del tronco centenario un escultor de Marchena, Lorenzo Coullaut Valera, proyectó su particular visión de la rima número X de Gustavo Adolfo Bécquer.
Sobre un pedestal el busto del poeta nacido en el barrio de San Lorenzo; en su base dos amorcillos de bronce ─ el herido, y el que hiere─ encuadran la composición.
La fría naturaleza del mármol no esconde su decidida vocación de volcán: una bella alegoría del amor expresada por el gesto de tres jóvenes, la que sufre por lo perdido, la que vive la dicha del presente y la que espera el futuro con impaciencia e ilusión:
Los invisibles átomos del aire
En derredor palpitan y se inflaman,
El cielo se deshace en rayos de oro
La tierra se estremece alborozada.
Oigo flotando en olas de armonía,
Rumor de besos y batir de alas;
Mis párpados se cierran… ¿Qué sucede?
─ ¿Dime?
─ ¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!
Un silencio cálido y ondulado está colgado en la tarde. Nuestros pasos serpean entre hojas de acanto y setos de arrayanes. Al fondo, el agua repite su obstinado son:
Agua quisiera ser, luz y alma mía,
que con su transparencia te brindara;
porque tu dulce boca me gustara,
no apagara tu sed, la encendería.
Las tórtolas bajan a beber en el plato de la fuente y los mirlos pueblan con sus variados cantos las copas de las araucarias.
Un presentimiento de voces viejas rompe el silencio en la humilde glorieta de los Machado.
Dos figuras conocidas nos salen a recibir. Desaliñada la una, muestra un cierto aire bonachón; atildada la otra, sostiene entre sus aristocráticos dedos una copa de manzanilla, al tiempo que entona por lo bajini unas soleariyas:
¡Qué gustiyo grande
que las cositas que tú y yo sabemos
no las sepa nadie!
Eres como el sol:
cuando tú vienes se hace de día
en mi corazón.
No temo a la muerte,
serrana del alma, por perder la vía
sino por perderte
Se va yendo la tarde y el mundo para su ritmo frenético ─ bum, bum, bum─ a golpe de diapasón. Sólo queda el instante, armónico y consonante, y el tibio aliento de un poema:
¡Silencio!
¡No hay nada!, ¡No es nadie!..
¿Nadie?, ¿Nadie?, ¿Y no es nadie el corazón?
Que tú me viste hundir mis manos puras
en el agua serena,
para alcanzar los frutos encantados
que hoy en el fondo de la fuente sueñan...
Sí, te conozco, tarde alegre y clara,
casi de primavera.