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8 de noviembre de 2021 | Manuel Villegas Ruiz

Hispano America antes de la llegada de los españoles

España ha sido durante cuatro siglos el imperio, posiblemente más extenso que haya logrado cualquier civilización, en sus dominios no se ponía el sol. Sus posesiones en el continente americano iban desde Alaska hasta las Malvinas. Desde 1580 a 1640, cuando Felipe II, heredó el tropo portugués también formaban parte del Imperio Español Brasil y las posesiones portuguesas en la India. Por ello, otras naciones celosas de su poderío, pero que no pudieron igualarse a ella, han tejido una tela de araña con la que han envuelto ignominiosamente la limpieza de su proceder intentando hacerla odiosa a los ojos del resto del mundo. De ahí que haya muchos indocumentados y analfabetos funcionales que, en lugar de molestarse en adquirir conocimientos buscando en documentos originales, se limitan a repetir como papagayos, rancias y falaces patrañas. Denigran su civilización en Hispanoamérica. A ella no llegó España como colonizadora, sino como portadora de conocimientos vigentes en Europa en aquella época. Jamás los aborígenes fueron considerados esclavos o inferiores a los españoles. Desde el primer momento del descubrimiento, la Reina Isabel los reconoció como ciudadano hispanos al igual que cualquier otro nacido en la Península, con los mismos derechos y obligaciones. Prueba de ello es el espléndido mestizaje que se originó. Los ingleses siempre han tenido como inferiores a los habitantes de las tierras que han dominado. De tal manera que los naturales de los terrenos conquistados por ellos en América del Norte están recluidos en reservas y el mestizaje ha sido nulo.
Es conveniente que conozcamos lo que encontraron los hispanos en las nuevas tierras. Salvo los casos de los incas y los aztecas que constituían respectivos imperios que tenían sojuzgados a otras poblaciones, el resto eran tribus dispersas sin ninguna relación entre ellas salvo la guerra y el comercio, caso de que lo hubiese. Eran costumbres bárbaras incompatibles con la civilización europea del siglo XV y siguientes. Si no hubiesen llegado los hispanos hubieran seguido con el canibalismo, los sacrificios humanos, la poligamia, la venta de hijas y mujeres, las guerras brutales entre ellos y las culturas primitivas.
Se creía que las pirámides de calaveras era una exageración de los conquistadores hispanos para denigrar a los pueblos aborígenes. El soldado español Andrés de Tapia, refirió en 1521 que se había encontrado con una torre, denominada Huey Tzompantli, que estaba formada por más de 60.000 cráneos. La torre de las calaveras de Tenochtitlan sobre la que Hernán Cortes y sus compañeros contaron miles de historias, se consideraba un mito. Ambas han sido estimadas, hasta ahora, como un infundio. Pues bien, no es tal, ya que el Instituto Nacional de Antropología e Historia de la ciudad de México ha descubierto recientemente una torre cilíndrica formada a partir de más de 650 cráneos y miles de fragmentos de huesos humanos junto al Templo Mayor. La agencia de información Reuters que es quien da la noticia, ha publicado que dicha torre ha sido encontrada junto a la Catedral Metropolitana de Ciudad de México. Uno de los lugares de culto más importantes del país, tiene seis metros de diámetro y está formada con calaveras de guerreros rivales, pero también de mujeres y niños.
Posiblemente los españoles quisieran levantar sobre este monumento de horror y de inhumanidad una catedral católica que purificase el lugar en el que se habían practicado tantos asesinatos y muertes de personas inocentes. Los aztecas decapitaban, como procedimiento general, a las víctimas de sus sacrificios humanos. Realizado esto, los sacerdotes, agujereaban los cráneos y los colgaban unos junto a otros formando una torre, que se conocía con el nombre de “tzompantli”, cuyo objetivo era infundir miedo a sus enemigos que se encontrarían con este tipo de edificaciones cuando atacaban las aldeas. Se calcula que el número de sacrificios humanos durante un año, entre los Aztecas, alcanzaba la cifra de 100.000. Fray Juan de Zumárraga, primer Obispo de México, en una carta fechada en 1524 manifestaba que en Tenochtitlan sacrificaban a sus ídolos más de 20.000 personas cada año y a más de 70.000 en todo el imperio azteca, entre ellos 20.000 niños. El historiador mexicano Mariano Cuevas cuantificó estos en 20.000 asesinatos anuales en Tenochtitlán y decía que se quedaba corto si las cifras en todo Anáhuac (nombre que los aztecas daban a su imperio), no alcanzaban los 100.000, y añade: “en las vigas y gradas de Mixcoalt, edificio del templo mayor de México, contaron Andrés de Tapia y Gonzalo de Umbría 136.000 calaveras de indios sacrificados. Continúa diciendo: “los mexicas y vecinos aliados vivían en continuas guerras con otros pueblos guerreros, guerras que tenían por exclusivo objeto el cautivar el mayor número posible de sus contrarios para después sacrificarlos. También añade que los aztecas mezclaban los sacrificios humanos de cautivos y esclavos con las prácticas de canibalismo con los cadáveres asesinados. Los arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México creen haber hallado el Huey Tzompantli, el gran tzompantli de México-Tenochtitlán, mencionado en las crónicas y representado en los códices. Es uno de los que hablaron Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Andrés de Tapia y el fraile Bernardino de Sahagún1.
Ceremonia sacrificial
El ritual de la ofrenda era el siguiente: cuatro sacerdotes aferraban a la víctima y la arrojaban sobre la piedra de sacrificios. El Gran Sacerdote le clavaba entonces el cuchillo debajo del pezón izquierdo, le abría la caja torácica y después hurgaba con las manos hasta que conseguía arrancarle el corazón aún palpitante para depositarlo en una copa y ofrecérselo a los dioses. A continuación, los cuerpos eran lanzados por las escaleras de la pirámide. Al pie, los esperaban otros sacerdotes para practicar en cada cuerpo una incisión desde la nuca a los talones y arrancarles la piel en una sola pieza. El cuerpo despellejado era cargado por un guerrero que se lo llevaba a su casa y lo partía en trozos, que después ofrecía a sus amigos, o bien éstos eran invitados a la casa para celebrar un banquete con la carne de la víctima. Sólo basta comprobar los tapices, o pinturas que se conservan de la época precolombina. Una vez curtidas, las pieles servían de vestimenta a la casta de los sacerdotes. El autor citado cuenta un sacrificio hecho en 1487, antes de la llegada de los españoles, que, en un manuscrito azteca, se relata una ceremonia de estas en la que, durante cuatro días, “desde la mañana hasta la puesta del sol, fueron sacrificados ochenta mil cuatrocientos hombres de diversas provincias y ciudades”. No eran sólo los aztecas, sigue diciendo, los que practicaban estos rituales, también los llevaban a cabo los tarascos, pueblo situado en el actual Michoacán y partes importantes de Guanajuato y Guerrero, los mayas, los zapotecas, los matlacingas, toltecas, totonacas, mochicas, muiscas, y, también los incas. Pero no sólo tienen importancia los sacrificios humanos, sino que después de ofrecer el corazón a sus dioses, consumían los cuerpos de los ofrendados, en una horrible práctica de canibalismo. A partir de 1521 los hispanos fueron, no sin trabajo y esfuerzo, poniendo fin a estas prácticas inhumanas y sanguinarias que de no haberlo hecho hubiesen continuado varios siglos hasta que las nuevas tierras hubiesen sido finalmente descubiertas. Hoy, utilizando la memez de que es políticamente incorrecto hablar de ello, esta ultraizquierda trasnochada, inculta y periclitada, y algunos movimientos indigenistas, la mayoría promovida por descendientes de españoles, intentan ocultar a los autores de estas atrocidades, silenciando lo sacrificios humanos y exhibiendo a los que los perpetraban como heroicos miembros de una resistencia tenaz contra el imperialismo español. Las recientes excavaciones arqueológicas demuestran la existencia de estos tzompantli por distintas ciudades de los pueblos aborígenes.
Otra de las acusaciones que se vierten contra España, no sólo en la Leyenda negra sino hasta en los medios de comunicación es que los conquistadores expoliaron a los indígenas arrebatándoles el oro, la plata, las esmeraldas, las perlas, en fin, todas las riquezas, incluido el azúcar, así como cualquier objeto de valor. Los que defienden estas inexactitudes, en el colmo de su desconocimiento histórico, ignoran que la caña de azúcar procede de la India y que un general de Alejandro Magno, Nearchus, hablaba de que allí había una caña que producía miel sin la ayuda de las abejas. Dicen que fue Cristóbal Colón quien, en 1492, en su segundo viaje, llevó la caña a América, concretamente a la Isla de La Española pero estas cañas no prosperaron. Sin embargo, hay constancia de que en 1501 fueron introducidas plantas que sí crecieron y llegó el éxito de las plantaciones de azúcar a Santo Domingo y que de aquí se extendió por el Caribe y América del Sur. Quienes preconizan tal aserto demuestran una ignorancia dolosa, pues no se molestan en buscar la verdad en documentos fehacientes.
Los aborígenes no les daban valor monetario a esos metales, porque el comercio que efectuaba era el de trueque, salvo los mexicas que sí tenían como moneda el cacao, es decir, una semilla.
Lo que los europeos considerábamos riqueza, no tenía para ellos valía alguna, lo utilizaban como adornos por su belleza, y facilidad para ser manipulados o se utilizaban en algunos ritos religiosos. Para ellos eran más llamativos los abalorios, espejos, cristales, cuentas y cualquier baratija que les cambiasen los hispanos por alguna pieza de oro. Se admiraban y asombraban al contemplar su cara en una espejo, de forma que tuvieron que explicarle que eran ellos mismos, pues no se reconocían.
 

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