29 de noviembre de 2021 | Agustín Navarro Sosa
Agradecido a vuestra vocación, qué fácil lo hacéis. Con G de gratitud, un segundo hogar hospitalario
No quieren estas líneas comparar la sanidad pública con la privada
La fragilidad es eso que siempre está merodeando nuestros organismos. Parece milagroso que el cuerpo humano pueda desenvolverse con solvencia y salir airoso del acecho de tantas enfermedades potenciales capaces de alterar sus entresijos más íntimos.
No quiere este texto recoger pormenores de un organismo, el mío, que en un momento dado y tras numerosas pruebas diagnósticas, presentó una anomalía que, aunque no revestía una gravedad inmediata, sí debía ser tratada para que no degenerase en algo peor. El origen, aunque no tenga demasiada importancia, el implante de una pieza dental hace ya varios solsticios.
Una vez detectadas causas y características del mal, un equipo médico del cordobés hospital de San Juan de Dios (de naturaleza privada y al que acudí por estar adscrito a mi compañía médica aseguradora) determinó que el tratamiento requería de antibióticos que solo podían ser suministrados intravenosamente y en hospital al no estar disponibles en farmacias. Dicho tratamiento no presentaba mayores secuelas ni otros contratiempos que los derivados de lo prolongado del tratamiento: un mes.
Un mes hospitalizado en Córdoba era algo que yo y mis obligaciones no nos podíamos permitir si había alternativa. Y la había. No era otra que la sanidad pública, que también pago religiosamente cada mes. Y estaba en Peñarroya-Pueblonuevo, mi pueblo, en forma del hospital que atiende a la comarca.
La derivación del tratamiento a Peñarroya-Pueblonuevo me hubiera permitido conciliar su administración con mis obligaciones profesionales, pero los facultativos se desentendieron (no pretende ser este un escrito de denuncia, sino de gratitud y no voy a dar nombres de quienes se encogieron de hombros) sin mostrar apenas interés en contactar con sus colegas cordobeses para siquiera valorar la posibilidad de la continuidad del tratamiento en nuestro hospital.
Parecido ocurrió con el hospital público de Pozoblanco, salvable diariamente la distancia sin el atracón de kilómetros. Desinterés, con mayor motivo si cabe porque adujeron que los peñarriblenses tenemos hospital propio y en él debemos ser tratados, sintetizaron, no sin parte de razón, los facultativos pozoalbenses para desembarazarse de mi petición.
Pero como había que erradicar la infección para prevenir mayores males, me vi obligado a regresar a la capital, al hospital de partida, al San Juan de Dios, y pernoctar allí las noches que hiciera falta. Ya con el alta en mi expediente médico, me siento obligado a expresar mi gratitud por el trato dispensado, por la profesionalidad y por la humanidad de un equipo de especialistas y auxiliares que han puesto su sapiencia médica y su amabilidad vocacional al servicio de mi recuperación.
Aludía que la principal finalidad de estos párrafos es la de agradecimiento. Y en este apartado sí voy a dar nombres, incluso apellidos, porque tanto la detección de la dolencia como su prescripción farmacológica, como la excepcionalidad de sus atenciones me ha colmado más el espíritu incluso que reparado el organismo, que también.
Mis afectos más íntimos a los doctores Marín Luján, Giménez Doménech y a la doctora Fuentes Spinola; por tanto y tan acertado. Y los mismos afectos, también igual de íntimos, a toda una brigada de enfermeros, enfermeras y auxiliares así como al servicio de limpieza, que han facilitado y alegrado mi estancia hospitalaria. Sus nombres: María José, Adrián, Esperanza, Sandra, Emilio, Loles, Andrea, Ángela, Clara, Jesús, Loly, María, el hermano Valentín y las dos Natalias. No importa el orden, ni la función; importa que han fabricado para mí (y para todos y cada uno de los pacientes a los que atienden, sin distingos) un segundo hogar transitorio en el que me siento tan cómodo que casi me han entrado ganas de pedir una prórroga.
No quieren estas líneas contrastar la sanidad pública con la privada. La primera goza en nuestro país de una excelente reputación que se ha ganado a pulso precisamente por la valía profesional y personal del personal que la sostiene, solo que en mi caso quizá no fue lo suficientemente atenta, pero no por ello voy a descalificarla porque hay millones de ejemplos en el día a día que certifican su excelencia, máxime tras haber sorteado (o casi, por la capacidad del virus para resucitar) una pandemia.
A al postre, este texto solo pretende exteriorizar mis aprecios hacia un sector, el sociosanitario, que gracias a sus fibras vocacionales salva unas vidas y mejora otras, una de estas últimas, la mía.