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13 de febrero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

¿Qué sería de mí sin Eurídice?

Y ASÍ, ACUMULANDO RÓTULOS, FUE COMO LLEGUÉ SER PROPUESTO ALUMNO DE DIVERSIFICACIÓN

Ilustraciones de Rafael de Penagos
 Desde el primer instante en que puse los ojos en Eurídice pasé a considerarme un auténtico alumno de Diversificación.
Cuando llegué al Instituto aún conservaba el espíritu alegre y libre de pajarillo cantor; pero no me importaba hacer los deberes, siempre que me respetaran el tiempo libre que me ocupaban los amigos y el juego.
En el segundo trimestre la panorámica cambió y fui rebautizado junto a otros que tampoco se ajustaban al marco de la reglamentación.
Aquel minutillo de más en que me dejaba seducir por el mullido abrazo de Morfeo pasó a concretarse como “Absentismo Laboral” en el cuaderno de clase; el desapego a una realidad libresca y amazacotada se tradujo en “Dispersión”; y el estado de ensoñación en que me tenían preso las idas y venidas de mis compañeras, como tenaz “Distracción”.
Y así, acumulando rótulos, fue como llegué ser propuesto alumno de Diversificación.
Lo que para mis compañeros resultaba una degradación humillante vino a significar para mí la oportunidad de compartir un espacio con la niña que gobernaba mis pensamientos.
Para que me entendáis Eurídice es la alumna- tipo de Diversificación, una recia personalidad que la lleva a tomar partido por los débiles y a saludar a la directora – una sargento con aspecto avinagrado, a quien maldita la gracia que le hace que haya gente que pierda el tiempo dorándose al sol− con el consabido “¿Qué pasa, chocho?”.
Abandonada desde antes de nacer por su padre, su legendario recelo se escenificó siempre en la figura del profesor.
Desde el momento en que le confesó la madre que su progenitor, un gitano muy atractivo, era un hombre casado, Eurídice se negó a hacer cualquier tipo de indagación que le llevase hasta él, porque como suele decir en sus momentos de enfado, “cuando él no se preocupa por mí, ¿me voy a preocupar yo por él?”
Y sin embargo a todos los que la conocemos nos da la impresión de que daría un ojo de la cara por conocer al autor de sus días, pese a renegar de él:
─ Profe, mi padre es más guapo que usted. No digo que usted sea feo… Mi madre dice que se parece mucho a mí.
Es de Murcia, profe. De la familia de los Vargas, muy conocida por allí. El año pasado estuvo un mes en la U.V.I.
D. Ignacio, nuestro tutor, hombre menudo de cuerpo y de aspecto bonachón, en casos como éste saca a relucir un sentimentalismo facilón:
─ ¿Quieres que le conozcamos? Lo podríamos buscar por Internet. Y si tenemos suerte nos plantamos allí, para pedirle una explicación…
─ Profe, ni se te ocurra... Cuando no se preocupa por mí, ¿me voy a preocupar por él?
Y llegado a este punto Ignacio −don Gimnasio en la peculiar fonética de Rocío− estrecha por los hombros a Eurídice como quien dice “¡Lo vamos a conseguir!”.
De momento lo único que se consigue es hacer partícipes a todos de una violenta discusión en la que la peor parte la llevan los progenitores: el mío, el de Eurídice y el padrastro de Rocío, un guiri desagradable y huevón.
De nuestros comentarios no comulga Charlie, un chico senegalés con alma de ángel y aspecto de boxeador, pues según su religión un padre debe ser respetado, aun cuando comparta cuatro o cinco mujeres a la vez.
El hermano de Charlie está en un curso más bajo. También es de Diversificación, y también lleva la sonrisa puesta, lo mismo que él. Los dos son de esa clase de gente que pone caritas cuando ven a los demás debatiéndose en un cúmulo de situaciones, que a buen seguro no se explica ni el mismo Dios.
Por las tardes ayudan a sus padres en un puesto ambulante donde les toca vender paraguas, abanicos, abalorios y bolsos de piel.
La madre de Charlie es guapa y alegre como un cascabel. Cuando llega la feria luce un traje de gitana, una sal ática y una sonrisa que sólo le falta bailar.
En ocasiones el padre se ausenta para viajar a su tierra, donde quedan más esposas y más hijos que atender.
Charlie, como su madre, es un tipo generoso, al que no cuesta nada compartir y enternecerse con los problemas de los demás. Todos los días nos trae caramelos y nos ofrece su bocadillo, que ayuda a más de uno a apagar ese inoportuno retortijón que se hace presente a la hora del recreo:
─ Este bocata es de chóped. No deberías comerlo, porque va contra tu religión.
Pero Charlie es un creyente atípico, y apañado va quien piense que está obligado a ceder el disfrute de tal concesión. Le gusta el jamón a rabiar, lo que no deja de ser un pecadillo que a cualquier otro que no fuera él le pondría en el trance de desconfiar de la única y verdadera religión.
En el fondo de su alma Charlie siente pena por nosotros, tan alejados de la familia y de Dios. Y sólo entra en conflicto cuando se defiende de los dardosque le tira Pedro:
─ Pues Charlie besa en la mano a su padre. Ni que fuese su servidor…
En ocasiones como éstas Charlie “Músculos de Hierro” se ve forzado a dar una mínima explicación que aleje de su familia cualquier sombra de animadversión, pues una cosa es el respeto y otra los estúpidos prejuicios de chico malcriado que confunde autoritarismo con autoridad, que lo que le pasa a Pedro es que nadie se ocupa por él.

Pero más allá de estas pequeñísimas diatribas el “Sansón” de nuestra clase aprecia nuestro cariño. Y aunque hay entre los profesores quien señala como perniciosas sus opiniones, el año pasado le endosaron un diploma por su capacidad de adaptación.
A decir verdad que semejante presea a todos nos puso envidia, pero después nos alegramos por su familia, que le echaron el toldillo al puesto sólo para irle a ver, y por aquellos inolvidables momentos en que todos, como si fuésemos una piña, sacamos las emociones a flor de piel, particularmente cuando Charlie se subió al escenario y recitó unos versos que había memorizado. Menudo tostón…
Posteriormente vimos que su madre regalaba al tutor una billetera de piel, con su correspondiente cajita y envuelto en colorido papel.
Pormomentos como éste no me importaría ser profesor; que por lo demás debe ser una coña aguantar a tantos niños y a tanta madre que los parió. Y más cuando hay algunos dispuestos a amargarle la vida al mismísimo Delegado de Educación.
Pero a nosotros que no nos toquen a D. Ignacio; que no es que sea el mejor, pues los mejores, tengo entendido, son los que cumplen al dedillolas instrucciones de la Delegación. Que el problema de este hombre es que ni siquiera toma en serio las instrucciones del Orientador. Y no es que lo haga a propósito, sino que se le olvida, y tan sólo en una ocasión se puso a hablarnos de la resilancia. Lo dejó para otro día pues, como él dice, en sus tiempos sólo se estudiaba francés, y él se había quedado estancado en los Beatles y ya a estas alturas se le atragantaba laPedagogía. Pienso yo que su problema es el carácter, o mejor dicho la falta de carácter, que yo no habría permitido que mis compañeros me relegaran en el escalafón para despacharme con un curso como éste. “Si este curso es una ONU”, como dice Rocío, “si aquí estamos un ucraniano, un gitano, un senegalés, una punki, un rapero, una gótica, una niña del Perú…
Para mí que es buena gente; aunque reconozca que no me he portado bien con él. Como cuando me pilló copiando en el examen de Sociales:
─ Orfeo, guarda inmediatamente la chuleta. Mira que te la juegas...
─ Que se equivoca usted. ¿Para qué la necesito sabiéndome como me sé el tema de la guerra fría? Que si usted desconfía dejo el libro en el suelo….
─ Que no dije nada de eso. Dije que la chuleta está ahí…
Y levantándose con parsimonia, se acerca cual perrillo detective y hace ademán de descubrir el pastel.
Y como no iba yo a consentir que se hiciera con las pruebas, de un salto me adelanté, y sin perder un segundo me eché el papel a la boca, dispuesto a ensalivarlo para una mejor digestión.
─ Pero hombre de Dios, qué haces. No mastiques eso, que te va a hacer daño al estómago.
─ ¿Y qué se pensaba usted, que le iba a dejar las pruebas..?
En verdad hay comportamientos que uno mismo no sabe cómo explicar.
No sé quién fue aquel que dijo que lo importante es que hablen de uno, aunque sea para mal. Hice de reincidente en una segunda ocasión, y cuando D. Ignacio se vino hacia mí, lo único que se me ocurrió fue introducir la chuleta en el agujero del pantalón que queda por debajo de la portañuela. Fui un poco desvergonzado, lo reconozco, pues cuando me puse de pie el papel se deslizó hasta el suelo, y lo mismo que había entrado, salió.
Como dice mi amiga Irina, estas cosas ya no le pasan a nadie. Hoy en día los alumnos se lo montan con el Guasa, que tiene aplicaciones que se pueden bajar gratis y que te permiten copiar sin perder las buenas formas.
Y habrá quien hable de igualdad de oportunidades. Pero eso tiene el pertenecer a la Diversificación.
Si yo hubiera sido D. Ignacio no me habría olvidado de tal faena; pero a poco del incidente me hizo otra prueba para dejar limpio mi honor.
Ni yo mismo me lo creía. El desarrollo de las preguntas me llevó media mañana; sobre todo a la hora de esbozar la situación política de Rusia en el periodo de entreguerras. Ahí soy todo un experto, capaz de poner en un aprieto a cualquier historiador.
Y es que el año pasado visité Rusia con mi madre. Estuvimos en la capital, Moscú, y me impresionó la Plaza Roja, el Kremlin y los edificios cubiertos de nieve. ¡Es tela, tela de guay!
─ Se lo explico, profesor: Un tío- abuelo de mi madre fue uno de esos niños del exilio que evacuaron durante la guerra, por eso mi familia materna es comunista. Y en esto sí que hay un enredo de familia, pues mi padre es sargento de la Legión. Y no sé si sabrá usted que el credo legionario dice que a la voz de “¡A mí la Legión!”, sea donde sea, acudirán todos y, con razón o sin ella, defenderán al legionario que pida auxilio.
¡Anda que no ha dado leches mi padre a cuenta de eso! Tenga en cuenta que mi padre es mucho más alto que usted, y un auténtico “cachas”. Que si no fuera porque tengo mal la pierna mi padre me podría ayudar a entrar en la Legión…
Y no es porque se enrolle bien, pero en lo que a mí respecta le tengo aprecio a mi profe. Tampoco es porque nos haya invitado a café con tostada en una ocasión; es porque hemos pasado de perdedores a equipo ganador. Nuestra fuerza, como él suele decir con un tonillo marcial, está en la unidad: Que a mí se me da bien la Historia, pues se la explico al que la lleve peor, y así gano en confianza. Que se trata de intercambiar lo que cada uno sepa, y estar en disposición de aprender para estar a tono con la situación.
Y una de las cosas que me ha enseñado es a leer bien, sacándole el sentido a las cosas y dando su entonación. Ahora no hay día que me duerma sin haberme leído un relato o dos.

También me engancha la poesía. En particular Neruda y sus poemas de amor. Y de entre los modernos, Gloria Fuertes y Carmelo Guillén. Me gusta la gente que le saca sentido al amor.
Precisamente el día de las flores, ése en el que se regala un libro, se montó un recital. Estábamos todos sentados en medio del salón de actos cuando tuve una premonición, y de pronto noté que el mundo se me venía encima.
D. Ignacio se había encerrado para ultimar los detalles. Muy cerquita de allí los del coro afinaban voces, con vistas a su actuación.
Sólo se permitía entrar en los ensayos a los participantes, pero pronto me busqué las vueltas para hablar con mi profesor.
Salió a mi encuentro muy alterado, porque se pensó que era un lío muy gordo el que debería resolver. Le tranquilicé como pude, para acto seguido preguntar por la causa de mi desazón:
─ Don Ignacio, usted perdone, pero quería saber si va a decir mi poesía…
─ ¿A qué poesía te refieres? Mira que de tiempo voy maly no me puedo entretener…
─ Me refiero a aquélla que usted me dictó usted para que me la aprendiese, a esa que dice: “Me gustas cuando callas…”
─ Ah, sí, la de Pablo Neruda y sus Veinte poemas de amor. ¿Acaso la querías tú decir?
─ No. Si lo único que quiero es que no la recite. Se lo pido por favor… Que es que como me identifico con ella, le he dicho a Eurídice que la había escrito yo…
Y quién lo había de pensar… Don Ignacio me abrazó, sin poder contener ese puntito llorón del que todos se ríen, y como el que se siente pillado me gritó desafinado:
─ Por si no os lo ha dicho nadie: Este curso es el mejor…
Y se corrió precipitadamente, arropado entre bambalinas, a completar su labor.
 

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