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30 de marzo de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Un viejo gruñón…

─ Hijo, qué feo que estás… ¡Con lo guapo que eras de pequeño!

Un viejo gruñón…
Las dramáticas palabras de una madre, desolada ante el panorama que se le ofrece a sus ojos, es el fiel reflejo del agua que nos lleva, y que se nos desliza entre los dedos como nubes de tristeza:

─ “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”.

Los síntomas del envejecimiento se nos muestran día a día; y no es ya una simple cana, ni una pequeña arruga: es toda una geografía del dolor que recorre nuestro cuerpo y nuestro rostro, y que se aferra al paisanaje, y al paisaje que nos envuelve:

─ “Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes ya desmoronados

de la carrera de la edad cansados

por quien caduca ya su valentía”.

A través de aquellas fisuras el agua recorrerá los adentro, para afectar nuestra línea de conducta, nuestra débil psicología, y hasta la valoración que hacemos de las costumbres, del mundo, de la moda, y de las ideas que afectan a los demás.

Y es así que tras pasar la fase dorada de “crisálida” el individuo acabará convertido en un perfecto gruñón, como el viejo León Bloy del que hablaba Rubén Darío:

─ Jamás veréis que se le cite en los diarios. La prensa parisiense, herida por él, se ha pasado la palabra de aviso: “Silencio”

(…) Pero resulta que el viejo loco clama con una voz tan tremenda y tan sonora que se hace oír como un clarín de la Biblia.

Él desafía, desenmascara, injuria. Desnudo de deshonras y de vicios, en el inmenso circo, armado de su fe, provoca temibles fieras: es el gladiador de Dios.

Está condenado por el papado de lo mediocre; está puesto en el índice de la hipocresía social.

¡Cómo alzará las manos, lleno de espanto, el rebaño de afeminados, al oír los truenos de Bloy, sus fulminantes escatologías, sus “cargas” proféticas y el estallido de sus bombas de dinamita fecal!

Hoy es el indiferentismo como una anquilosis moral; no se piensa con ardor en nada, no se aspira con alma y vida a ideal alguno.

Y en tan desafiante papel, que consiste en arrojarle las Tablas de la Ley al pueblo de Dios, y a sus becerros de oro, ya nada podrá hacer el aspaventero León Bloy con gusto. Porque “no es bueno estar solo”,

Y todo le desagradará; y abominará de los hombres, de la humanidad, de la gente de cuello almidonado, de la que lleva un pequeño roto en el pantalón, de los incivilizados, de los hipócritas, de los corruptos…

Y tratará a los demás de idiotas, y de “gilipollas”, como muchos otros solemos hacer.

Y todo, a veces, sin venir a cuento. Sólo por ganas de fastidiar.

Y no encontrará más cauce que no sea el largar un exabrupto, o clamar a los cuatro vientos lo difícil que es morirse.

Porque hay que ver lo que cuesta hoy en día morirse; aunque uno se encuentre confesado, y comulgado; y aunque tan sólo pretenda acabar sus días con dignidad.

“Un hombre llamado Ove”, plantea esas mismas cuestiones que cito, y muchas más.

Basada en la novela del escritor sueco Fredrick Backman, la película nos cuenta la historia de un viejo ogro (Rolf Lassgard), que vive en un continuo estado de guerra contra el mundo, y contra él mismo.

Razones hay para ello, que cada vez que en la vida del Sr. Ove brotó una yema de alegría, el destino se encargó de truncarla.

Y así, a fuerza de golpes, el dulce fruto acabó trocándose en duro e insensible caparazón.

Tan sólo la llegada al vecindario de una familia de emigrantes, y la noble actitud de la encantadora Anita, conseguirán abrir al viejo gruñón a la vida; y reponerle en su fe, y en el amor a los demás.

Como burro “amapolero”, enflaquecido a base de palos y de una mala alimentación, que un buen día amanece esclarecido, y convertido en “perete” por la fuerza del corazón, se engancha de guión al carro, y tira y tira de él, hasta sacarle del barro.
 

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