22 de marzo de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El instante congelado
─ “Sigue, pues, sigue cuchillo, / volando, hiriendo. Algún día /se pondrá el tiempo amarillo/ sobre mi fotografía”
Para que el francés Jacques Daguerre inventara el daguerrotipo probablemente fuera obligado pensar con la creatividad y la fantasía de un niño.
De uno de aquellos que juega cada mañana a ser Dios, y que se sienta complacido en el umbral de su puerta a tomar un pan con aceite y azúcar, para captar con distraídas pupilas las figuras de luz que a su lado pasan y que para él adquieren la magia de un espectáculo desprovisto de significado.
Repasar las imágenes grabadas, como quien lee la vida entre renglones, es una forma de amar: ni columpiarse en la nostalgia, ni ser un entrometido: es simplemente reconocer el reflejo de la luz desde el interior de una cámara oscura, sensible a lo que uno ve.
Cuántas películas de miedo habrán impresionado nuestras retinas, y sin embargo nos siguen sorprendiendo todavía; y, en mitad de una de aquellas sesiones, nos inquieta en los adentros hasta el sutil movimiento de una pluma.
Y cuántas imágenes bellas ocupan un lugar privilegiado en nuestra imaginación hasta poner trabas al olvido:
─ “Mi madre hablaba como la aurora y como los dirigibles que van a caer. Tenía cabellos color de bandera y ojos llenos de navíos lejanos”.
En nuestros años juveniles las fotos nos las hacía una vez al año el fotógrafo Molina, que tenía su estudio de fotografía en la calle de la Montera.
A algunas de aquéllas que hizo les paso las manos con mimo, como si las hubiera hecho ayer mismo; y las miro orgulloso como quien contempla una obra de arte que la vida me regaló, y que llevo tatuada a flor de piel como un instante vivido.
Muchas se han marchitado, cual hojas secas en las páginas de un libro; las más amarillean en lo más profundo de mis entretelas, porque nunca se hicieron.
Tan sólo la torpeza de unas letras, y la querencia de un sueño, consiguieron rehacer unos pocos y dispersos "negativos", que ya consideraba perdidos.
Otro importante grupo de esas viejas “instantáneas de una vida”, se las debo a los archivos que Manuel Montes Mira me regala, y que son una confirmación de que la fotografía, amén de tener una clara función estética, es un documento social.
En algunas de ellas se puede ver el distrito de Peñarroya, arropado por la Madre Naturaleza, y descansando plácidamente al abrigo del Peñón.
En otras es posible distinguir las casas que daban nombre a El Terrible, allá por los años de 1913, convertidas sus calles en infesto barrizal; lo que nos lleva a pensar en las condiciones higiénicas en que vivirían nuestros padres, y en la sentenciosa expresión a la que daba vida “La Parrala”, cantaora de Moguer:
─ Pobrecitos los mineros/ qué desgraciaditos son
Que trabajan en las minas / y mueren sin confesión.
A pesar de la enorme distancia temporal que nos separan de esas fotos, nuestra manera de ser es reflejo de esa historia que se nos cuela de sopetón por las más profundas galerías:
─ "Mis miradas son un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas (...) /
Sin embargo te advierto que estamos cosidos/ A la misma estrella
Estamos cosidos por la misma música tendida/ De uno a otro".
¿Te acuerdas, amigo Montes, de aquella foto de “El Punto”, en la que me sugerías que mirara a las mujeres que llevaban un cántaro de agua apoyado en el "cuadril"?
Pues esas fotos que me enviaste perderían mucho interés sin el calor de ese grupo de personas con las que nosotros las asociamos, de manera inconsciente.
Que mi vecino Cándido y yo las hemos visto subir muchas veces por la cuesta de Los Leones, como estampa congelada de elegantes porteadoras, habituadas a llevar grandes pesos.
Porque la fotografía, como las bellas artes, es una forma de "alienación" que nos lleva hacia “el otro”; una manera de acaparar, para beneficio propio, todo aquello que nos ha herido en el alma, en nuestro particular sentido de la estética, en el sentimiento..., y que consideramos de forma un tanto "mitómana", que forma parte de nosotros mismos:
─ “Recojo con las pestañas/ sal del alma y sal del ojo
y flores de telarañas/ de mis tristezas recojo”.
Recuerdo bien que la última vez que estuvimos en el pueblo, y que vi llegar por el Llano a mi amigo y condiscípulo Miguel Ortega, toda aquella belleza de que te hablo, y que tuve la suerte de paladear “in illo tempore”, volvió a adquirir al instante su verdadero sentido.
Estaba esperando, en compañía de un familiar, a la puerta de lo que en otro tiempo fue la sombrerería de mi tío Miguel Merelo.
A mi frente veía llegar, desenfadado y marcial, el sol de mi juventud: una de esas viejas sombras que, por más que llueve y que ventee, siempre consideraré un amigo.
Tras las oportunas presentaciones, a mi acompañante, que es persona de fácil trato, se le ocurrió de inmediato rendir visita a la iglesia.
Miguel se mostró encantado de allegar a un "entendido": una persona que nos diera al visitante las correspondientes “puntaditas” del arte sacro local.
Tras despedirnos de Ortega, y tras comentar en voz alta la intensidad del instante vivido, mi amigo, que es un apasionado del arte, me cogió del brazo, me miró con gesto triste, y me confesó en voz baja, como si de un notario de bienes inmuebles se tratase:
─ Perdona, hombre. Me vas a perdonar que te diga que lo de ahí dentro no es cosa de mucho mérito; ni el edificio, ni las imágenes pertenecen a esa categoría de lo que se podría afirmar, sin ningún tipo de dudas, que “valen más que un Potosí”.
En ese preciso instante a tan insobornable amigo le parecería heroica, o acaso estúpida, mi sonrisa.
Pensaba en una de esas greguerías con las que Gómez de la Serna le sacaba punta a la vida:
─ Los demás nos ven como las máquinas fotográficas: de revés.
Y qué podía decir yo que no fueran unas palabras prestadas que alguien ya había dicho por mí:
─ “He vuelto a ver hoy mi retrato”; así que no tengas miedo de lo que yo piense, o diga; nada podrá molestarme en un día como hoy.
Lo mismo querría a esas piedras, aunque por ellas hubiese pasado el tiempo, la guerra, o una torpe excavadora; que su espíritu lo llevo grabado a fuego, con la fuerza del Peñón que ves allí.
Y como quien celebra un cumpleaños, le invité a comer unas chuletitas de cordero, que a él le parecieron maravillosas por la fiesta que les hizo:
─ Pues no te quiero ni decir las que mi madre freía, acompañadas de un par de huevos, y de un plato de papas fritas. Conociendo lo hospitalaria que era, sé que le habría encantado invitarte.
No es una exageración decir que desde aquel día mi amigo me anima a volver a mi pueblo con espíritu vehemente.
Y hace unos días, con la llegada de la primavera, he vuelto como las golondrinas al nido, tan solo por verlo lucir, y por “tirarle” unas fotos con sabor a besos.
En tres palabras, mi pueblo es “E ─ MO─ CIO─ NAN─ TE”, como que diría el primo Andrés.