26 de febrero de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Los años felices del torero Juan Belmonte en la Hacienda “La Capitana”
─ Todo lo que el hombre quiere primero lo sueña. (María Zambrano)

Cruzando el Puente de Isabel II, y a las mismas puertas de Triana, al caminante no se le oculta la peculiar idiosincrasia de este arrabal sevillano.
A nuestra derecha, y poniéndole un airoso remate al viejo Castillo de San Jorge, la capillita del Carmen, refugio y norte de los espíritus creyentes, y de la esforzada marinería.
A nuestra izquierda, en el fiel de la vida y del arte, el desplante torero de una escultura de Venancio Blanco, con sus bronces abiertos a la suave brisa de los Puertos.
A través de esa ventana el observador podrá observar un hermoso panorama que, al otro lado del río, como en simbólico altar, muestra la grácil figura de dos edificaciones: la torre de la Giralda, y la Plaza de toros de La Maestranza.
Y allá al frente la acogedora sabiduría del barro, de la forja, y de la anea: la Plaza del Altozano, mentidero y atalaya de un barrio a quien cuadra como a ningún otro el honorífico título de “república independiente”.
En el reducido espacio que abarca una sola mirada bien podría el avispado historiador trazar las líneas históricas de tan singular universo.
Hasta aquí vino Cervantes, tan sólo por conocer al Sr. Monipodio, y para mostrarle al mundo esa extraña forma de hermandad que es el distintivo de toda picaresca; y Estébanez Calderón, para hacernos partícipes de “Un baile en Triana”; y Gonzalo de Bilbao, para dejar constancia del blancor almidonado que lucen las cigarreras.
Y hasta la trianera calle Castilla, y desde la calle Roelas, a pocos pasos de La Alameda de Hércules, llegó cierto día un niño que habría de encarnar el verdadero espíritu del barrio.
Su porte desgarbado, su mirada prendida en un punto del infinito, su reposado valor, y una íntima seriedad, la esbozó mejor que nadie el pintor eibarrés Ignacio Zuloaga Zabaleta.
Grandes escritores─ como Alberto de Insúa, en su libro de “Memorias”─ también se prestarían a esbozar con su pluma una personalidad tan intensa:
─ Con él se abría una nueva época del toreo. Desgarbado, con su mandíbula de prognato y aquel modo de doblar en algunos pases todo el cuerpo, desafiando la embestida de la res, venía a ser todo lo contrario del torero elegante, eurítmico y razonador, yo diría cerebral, como el Guerra. Claro que razonaba, que calculaba, que conocía “las razones del toro”; que eran las de matarle, pero daba la impresión de ignorarlas. ¿Temeridad? Mejor, seguridad y confianza en sí mismo.
Cierta vez le pregunté “si no sentía miedo ante el toro”, y me dijo filosóficamente: “Mucho, pero ¿en qué consiste el valor, sino en dominar el miedo?”.
Pero ninguno, a mi corto entender, noveló la vida y milagros de Belmonte como lo haría el periodista D. Manuel Chaves y Nogales en el libro que lleva por título “Juan Belmonte, matador de toros; su vida y sus hazañas”.
En veinticinco capítulos el primoroso escritor sevillano nos deja el retrato de un hombre humano, intelectual, y artista:
─ Se torea y se entusiasma a los públicos del mismo modo que se ama y se enamora, por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que, a mi entender, tiene allá, en lo hondo del ser, el mismo origen.
Un hombre imperfecto, como los somos todos, pero sin esas afiladas esquinas y esos oscuros barnices que disfrazan a los vendedores de bagatelas de nuestros días.
Que si como canta Gardel vivimos en un “cambalache”, en el que hasta el amor resulta ser una idea “made in” Galerías Preciados, y la tradición una pantomima para dar vidilla al comercio, cierto es también que hay documentados estudios que suscriben que fiestas como “El Carnaval”, o como las que dieron culto al Toro Sagrado, hunden sus raíces en lo más profundo de la Prehistoria.
Como dirían los gaditanos referido a su Carnaval: “Aquí nada es lo que parece ser”; idea que Mark Twain refrenda en su “Historia del niño malo que no tuvo contratiempo”:
─ Y creció y se casó y tuvo muchos hijos y una noche les rompió la crisma a todos con un hacha y se enriqueció mediante toda clase de fraudes y bellaquerías; y ahora es el canalla más perverso e infernal de su pueblo, y goza del respeto universal, y pertenece a la legislatura.
***
─ Qué suerte es poder tener
un cortijo con parrales,
pan, aceite, carne y luz
y medio millón de reales
y una mujer como tú.
Todo lo que el andaluz pobre anhela se encierra en esta coplilla nacida en las gañanías. Diez años de torero habían hecho el milagro de poner al alcance de mi mano la felicidad, tal como los hombres de mi raza la conciben. Me había comprado La Capitana, un cortijo con parrales…
En el capítulo XXII del referido libro, el que lleva por título “Un cortijo entre parrales”, Manuel Chaves y Nogales pone en boca de su biografiado una expresión que refleja la manera de entender la felicidad que el andaluz de la época tenía, y que incluso llega hasta hoy.
Decía la malagueña María Zambrano que “todo lo que el hombre quiere primero lo sueña”; y desde la primera salida de casa que el aspirante a torero hizo, con tan solo doce años de edad, siempre había acariciado el sueño de poseer una hermosa hacienda como aquélla; una casa en la que, años antes, hambriento y desesperado, le habían recibido con un despectivo: “¡Dios le ampare, hermano!”
La finca “La Capitana” ─actualmente propiedad de D. Sebastián García Rodríguez─, fue el paraíso soñado por el torero sevillano, según él mismo manifiesta, en declaraciones hechas a ABC de Madrid; el sitio donde vivió los mejores días de su vida.
En el libro de A. de la Villa que lleva por título “Belmonte” ─ y al que es posible acceder desde las páginas de Internet─, aparecen unas fotos del caserío en los años en que perteneció al torero.
Situada en el término de Los Palacios, y en la carretera que une al referido pueblo con Utrera, la finca había pertenecido anteriormente a D. Simón de Gibaya, rico prohombre utrerano, quien la cedería como dote matrimonial a la pareja formada Dª Teresa, su única hija, y D. Clemente de la Cuadra, su sobrino.
Como Chaves y Nogales refiere en su libro, Belmonte la adquirió a poco de estar casado con la limeña Dª Julia Cossío Pomar:
─ Dueño y señor de aquel cortijo, con mi medio millón de reales en la gaveta y, además recién casado, me sedujo la idea de consagrarme a realizar aquel ideal de felicidad perseguido por todo buen andaluz.
(…) Me hice labrador auténtico y no hubo ya para mí más que mis aranzadas de olivar y mi molino aceitero.
Pero sería en 1927 cuando, a raíz de una cornada en el muslo, y siguiendo los consejos de su amigo D. Gregorio Marañón, Belmonte se retiraría a la tranquilidad de aquellos campos:
─ Me fui con mi mujer y mis hijas a Utrera y me instalé definitivamente en mi finca La Capitana. Ya más conforme y sosegado el ánimo que en mi primer apartamiento de los toros (---) Los amigos conquistados en los años de lucha iban a verme a La Capitana. Y allí, rodeado de los míos, me sentía feliz.
(…) Me pasé un par de años absolutamente felices. Mis negocios prosperaban, mis hijas crecían alegres y mi mujer estaba, al fin, tranquila y libre de aquel sobresalto de las corridas, que le hacía pedir en sus oraciones.
Hasta aquel rincón vendrían a visitarle sus fieles amigos, los intelectuales del 98 que el pintor Ignacio Zuloaga esbozara al carboncillo.
Contertulios que, como López Pinillos, interrogaban al maestro sobre los secretos de su arte, para obtener confusas respuestas:
─ ¡Si no sé! Palabra. Yo no sé las reglas, ni creo en las reglas. Yo siento el toreo, y sin fijarme en reglas, lo ejecuto a mi modo.
Consejeros que, como el escritor gallego Valle Inclán, le regalaran la clave para alcanzar la meta de la inmortalidad:
─ ¡Juanito, no te faltaba más que morir en la plaza!
Y la respetuosa, y siempre cabal respuesta del torero:
─Se hará lo que se pueda, don Ramón.
En el libro “Amistades y recuerdos”, y dentro del capítulo dedicado a los hermanos Álvarez Quintero, el novelista Pérez de Ayala trazaría el ambiente de la Utrera de aquel tiempo; de cuando se acercaba hasta allí para visitar al amigo:
─ Es la tierra de María Santísima. Muchas tardes, de vuelta del campo con Juan Belmonte (que poseía no lejos de allí un delicioso cortijo, “La Capitana”), hube de reposarme entre un corro de hacendados y ociosos del pueblo en la terraza del casino de Utrera, que está al frente extremo de la plaza, cuadrilátero ensombrecido con árboles humanos. Los tertuliantes eran un cincuenta por ciento anacreónticos. Cantó Anacreonte el amor y el vino. El otro 50 por ciento lo acaparaba la disposición doctrinal sobre el tempero de las tareas de labranza y la lidia de reses en coso y en tienta…
Pero como no hay felicidad que resista la polilla del desaliento, a partir del año 30 la enfermedad de Julia, y las circunstancias socio ─políticas, cambiarían la dirección de los acontecimientos.
Pero dejemos que hable el principal interesado:
─ Creció el odio al propietario, bueno o malo, sólo por ser propietario, y al socaire de las teorías anticapitalistas invadieron el campo cuadrillas de expropiadores, que no eran otros que los tradicionales algarines, los raterillos rurales, que siempre habían andado a salto de mata y ahora tomaban un aire altivo de ejecutores de la justicia social. Ladrones de campo y cuatreros ha habido siempre en Andalucía, pero nunca, ni en la época del bandolerismo legendario, se ha considerado el robar como un timbre de orgullo. El robo no era ya un delito, y nadie se avergonzaba de cometerlo.
Con el tacto de quien ha sufrido en sus carnes la necesidad más extrema, Belmonte se aviene a comprar las aceitunas que otros le roban, y que después malvenden en las tabernas del pueblo; e incluso su comprensión llega a más:
─ Yo he hecho un ensayo de explotación colectiva. Pago su jornal a mis braceros, y al final les doy el 50% de mis beneficios. Ni aun así he resuelto el problema. Ahora los braceros, no pudiendo pelear conmigo, pelean entre sí, y los de un término municipal pleitean incansablemente con los del otro.
Y como toda historia que tiene final, en abril de 1962 el torero pondrá fin a su vida en su finca de “Gómez Cardeña”, sita en el término de Utrera.
Atrás quedan las imágenes del joven que toreaba completamente desnudo en los campos de Tablada; las lágrimas del viejo aficionado, que levantaba los brazos al cielo agradeciendo la maravilla que habían visto sus ojos; las palabras del cura de Santa Ana, escandalizado por devotos trianeros, que pasean a su torero en las andas de la Virgen:
─ ¡Sacrílegos! ¡Las andas de la Virgen para llevar a Belmonte!¡Qué barbaridad!
(…) ¡Si siquiera hubiera sido para llevar a Joselito!
Unas pinturas al óleo, unas fotos, una escultura, y un libro, son los testigos que restan de un tiempo que ya se fue, de un fuego que se convirtió en cenizas, de un sueño que se hizo historia.
Todo lo demás sobra: son cuestiones opinables para quienes gusten de debatir.