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¡Velo que bonito es!

LA PRIMERA OBLIGACIÓN ES LA DEVOCIÓN. (MAX AUB)

¡Velo que bonito es!
En contra del dicho tantas veces repetido de que “primero es la obligación y después la devoción”, el catalán Max Aub entiende que “la primera obligación es la devoción”.
Como amigo de las palabras que soy ─ que todo el mundo llevamos un pequeño filólogo dentro ─, viajo unos pasos hasta el diccionario para descubrir el significado de la palabra “devoción”, y encuentro las siguientes acepciones:

─ Amor, veneración y fervor religiosos.
─ Práctica piadosa no obligatoria.
─ Inclinación, afición especial.

De todas es la tercera la que despierta mi mayor interés; y, más concretamente, el añadido que subraya que “estar a la devoción de alguien (persona, nación, ciudad, ejército…) es estar sujeto a su obediencia”.
Lo que significaría, a mi entender, que en la corte francesa de Poitiers los trovadores “estarían a la devoción” de Dª Leonor de Aquitania, principal luz y motivo de sus amorosos versos.
Y es en ese punto donde el poeta distinguiría a su “señora”, la “madonna”, con todos los atributos propios de un dios:

─ “¡Mira qué bonita era!/ Se parecía a la Virgen/ de Consolación de Utrera.”

De igual modo que los trovadores, los seguidores de un cantante, de un partido político, de un escudo, o de una idea, bien podrían también lucir el calificativo de “devotos”.
Para aclarar algo más lo que digo, preferible es que eche mano de la ayuda que me ofrece el francés Raoul Frary en su “Manual del demagogo”:

─ Hay sin embargo en un alma devota algo distinto del sentimiento del deber. El deber se sopesa, se discute; hay deberes que se equilibran; la naturaleza de la devoción, en cambio es absoluta y carece de límites…

Lo que significaría, atendiendo a las palabras de Frary, que la devoción va un paso más allá del amor, en tanto que ofrecimiento generoso en el que “el enfermo de amor” se liga a una idea, o a un “gurú”, como el mejor regalo de Reyes; y en una disposición de total desinterés, como suele hacer el “villano” en un villancico:

─ “Le llevo el tesoro de mi alma / en un villancico de amor y de fe.”

Esto explica, de algún modo, que para creer en los santos el individuo no necesite otra cosa que “la fe del carbonero”, y que el corazón imponga su prioridad sobre el método, o sobre cualquier forma de mostración matemática o filosófica; asunto secundario para un devoto, que en modo alguno influye en su fe.
Porque a decir verdad el verdadero devoto es alguien que está predispuesto a tragarse todas las “bolas” que le largue su amadísimo guía, llámense Hitler, Mussolini, Stalin, o “El Niño de la Morralla”, como bien subraya Frary:

─ “Es cosa maravillosa la facilidad con que nuestros publicistas, nuestros oradores, nuestros legisladores, prescinden de toda erudición histórica, de todo conocimiento sólido de las legislaciones e instituciones extranjeras. La retórica y la lógica ocupan el puesto de todo lo demás siempre que sepan despertar las pasiones, y que razonen hábilmente sobre unos pretendidos propios, no se les pide más.
(…) En cuanto a la experiencia de los demás, no nos tomamos el trabajo de discutirla puesto que preferimos no informarnos de ella.
El desprecio de los hechos y los resultados simplifica la política y la pone a la altura de los escolares”.

En esta simplicidad, y en esta falta de miras, se justifica pues la necesidad del diálogo, la absurda muerte de un seguidor del Coruña a manos de otro del Atlético de Madrid, la aserción de que “el hombre es un lobo para el hombre”, y el descarnado dolor en la mirada del conocido falangista Dionisio Ridruejo:

─ Confieso la mirada selectiva/ que ve la flor en el estercolero,
el ojo azul tras el horrible lupus/ la gracia en el harapo y, en la parva,
el sol aunque lo sude la fatiga.
Y el hielo. Y el marfil en la carroña.
Confieso que en el alba cotidiana/ veo la rosa en devenir seguro.
Confieso la azucena y los zarzales/ y confieso la sierpe y la paloma.
Confieso la esperanza sin arruga, / la fe sin escarmiento.
Y confieso el silencio/ de oscuridad perpleja,
cuando el hedor de la miseria humana/ gana mi corazón y pudre el mundo.

Ha venido un niño al mundo, para el mundo no muera enfundado en sus harapos por falta de fe; para restablecer en nuestros espíritus descreídos la armonía y la esperanza.
Hay quien dice que le parieron en un hospital, que requirió los cuidados de un pediatra, y de la máquina incubadora.
Hay gente que, más puesta en el tema, asegura que su nacimiento fue en Belén; que su cuna fue un pobre pesebre de paja, y que junto a Él pacían una mula y un buey.
También los hay que señalan que recibió sus primeros calostros de las ubres de una cabra, llamada Amaltea. Y que cuando entró en el reino de la luz fue recibido por unos bailarines, que danzaban con brío, dando gritos y palmas, para así apagar con su ruido el llanto del niño, y para hurtar su presencia a los ojos de un padre desnaturalizado y cruel.
Por último, quien asegura que nació en mitad de una dehesa de la sobria Extremadura, a una legua del pueblo; en una de esas tardes mágicas, plena de música, en que “los grillos y las ranas/ cantaban a lo lejos, / y cantaban también los colorines/ sobre las jaras y los brezos, / y röando, roändo, de las sierras/ llegaba el dolondón de los cencerros.”

***
“Todos le llevan al Niño, yo no tengo que llevarle”; tal vez le guste la música que duerme en las cuerdas destempladas de esa guitarra, que cada nuevo año nos tiende sus brazos amorosos; o mejor el soniquete que mi padre nos enseñó frotando una cucharilla en una botella de anís, mientras mi madre y yo cantábamos con devoción un hermoso villancico:

─ La Virgen está lavando/ y tendiendo en el romero
Los pajarillos cantando/ y el romero floreciendo.
Pero mira cómo beben / los peces en el río
Pero mira cómo beben/ por ver al Dios nacido.
 

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