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5 de octubre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Cuentos del hambre

─ “UN LIBRO ES UN PÁJARO CON MÁS DE CIEN ALAS PARA VOLAR”. (RAMÓM GÓMEZ DE LA SERNA)

Cuentos del hambre
Paseando por mi ciudad ─ “la Ciudad de la Gracia”, que diría D. José María Izquierdo─, a menudo tomo aliento, y me asomo a las barandillas del Puente de San Telmo, para ver reflejada sobre el río una proyección de mi alma.
La brisita marinera, que viene desde Sanlúcar, me despierta los sentidos con su vahído de algas, de yodo, de fruta fresca, y de sal, que preludia las soñolientas sombras de un paraíso; aires de fiesta y de tangos, que desde hace siglos olean desde la bella Gadir hasta el Puerto Camaronero de Triana:

─ Qué bonita está Triana/ cuando le ponen al puente/ las banderitas gitanas.

De los once distritos en que está compartimentada la ciudad, son los de aquella parte del río, Los Remedios y Triana, los que albergan un mayor número de ancianos.
Las mañanitas de sol les veo caminar por la calle Asunción, agarraditos del brazo, como aquel val peruano que cantó Chabuca Granda.
Y al terminar la jornada escolar, aquellos que aún gozan de la necesaria autonomía incluso se aventuran a ir hasta la entrada del colegio para recoger a sus nietecitos, para escuchar sus anhelos, sus lamentos y sus quejas, sus más recientes lecturas, y hasta esa forma de dulzura en que se adelgaza la voz:

─ ¿Qué tenemos hoy para comer, abuelo?
─ Pues “comida”, hijo, qué va a ser…

El joven de los pantaloncitos cortos, y de cabello rizado, representará con una breve exclamación su disgusto, al tiempo de ensayar un mohín de decepción: él hubiera preferido que, en un día tan especial en el que no tenía deberes, su abuelo le invitase a comer en el “burger” unas patatas chips con kétchup, y una sabrosa hamburguesa.
Sin ganas de enmendar la plana a las continuas mutaciones del capricho, piensa el anciano en ese otro amor que tantas hambres palió en todo tiempo: el “cocido” de tres vuelcos; un reconfortante plato de sopa caliente, del que se sigue la consabida guarnición de garbanzos, y aquella otra de carne, que aporta la más vital energía a nuestro organismo.

Entre los más jóvenes hace un tiempo que están de moda los libros de ficción, multiplicados por el autor en forma de trilogías, y de tetralogías, incluso.
Niños, jóvenes, y adultos, comparten los detalles más nimios que se les pudieran escapar a Katniss, Dobe, Hermione, Rue, Peta, Jennifer, Gryffindor, y a tanta extraña criatura que por aquellas páginas aparecen, y que resucitan, se mueren, vuelven a ser llamadas a capítulo una vez más, como producto residual de un mal sueño.
Son historias de misterio, y de terror, que tras su paso por librería, no tardarán en llegar a la pantalla, con extraordinario éxito de público. Tal el caso de “Harry Potter”, de “Crepúsculo”, y de ese otro título más reciente: “Los juegos del hambre”.
La avanzada tecnología digital ha propiciado la aparición de historias de magia, en las que lo raro, lo sorprendente, y lo inactual, superan en ventas la amabilidad de los libros de Elena Fortún, y el tonillo afable de los viejos cuentos:

─ “Margarita, te voy a contar/ un cuento: / Esto era un rey que tenía
Un palacio de diamantes, / una tienda hecha de día / y un rebaño de elefantes (…)”

Bienvenidas sean las Rowling, las Meyer, y las Colling, actualmente tan en boga, si gracias a sus escritos nuestros escolares sintieron en lo más profundo el deseo de leer; pero lo que para un servidor carece de lógica es que a quien vive más de tres mil horas de sol al año se le pretenda aclimatar al mal tiempo, y crearle la aparente necesidad de un impermeable que le proteja de la lluvia:

─ “De niño, cada hombre toma parte en los recuerdos de sus abuelos; de viejo toma parte en las esperanzas de sus nietos. De esta manera cada uno abarca cinco generaciones, de cien a ciento veinte años”.

Y es que esa “cadena de favores”, esas complejas redes simbólicas, donde se fragua la sutil tela de araña que es la cultura, adquieren su justificación en un espacio, y en un tiempo.
De historias del hambre, tan interesantes o más que las de Collins, está atiborrada nuestra tradición literaria desde tiempos de Juan Ruiz, hasta esa otra etapa más reciente de los Miguel Delibes, Jesús Martín Santos, Ignacio Aldecoa; o esas otras historias tan cercana de nuestros viejos convecinos.
Realidades que, bien contadas, nos desgarran por dentro las carnes; como esas que cuenta el victoriano Aldecoa en “Seguir de pobres”, una historia solidaria protagonizada por una cuadrilla de cinco segadores ─ Zito Moraña, Amadeo, San Juan. Conejo y el Quinto─ en un escenario de trabajo, y de pobreza, que nos lleva a la conclusión que “de la bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución. Al pan del pobre no se le dan mordiscos, hay que partirlo en trozos con la navaja. El queso del pobre no se descorteza, se raspa”.
O aquella otra realidad de “Santa Olaja de acero”, la máquina de vapor cuyo funcionamiento conocen como nadie Higinio y Mendaña, y a la que a veces llaman irónicamente “la Señora”; con ironía “porque ellos no eran señores y una compañera de trabajo tampoco podía ser señora”.
O bien la historia de “Chico de Madrid”, el niño que conocía el mejor modo de atrapar gorriones, y de cazar mariposas; y que a sus trece años tiene como única escuela las orillas del río Manzanares.
O el hondo dramatismo que impregna el relato de “Young Sánchez”, el sufrido boxeador que se dice para sus adentros, antes de que suene la campana que les empuja a la pelea:

─ “Tengo que ganar. Tengo que ganar este combate para mi padre y su orgullo, para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad. Tengo que ganar…”

Quien quiera saber de cuentos, de realidades que ilustren del hambre, que abra los oídos a las historias de sus mayores y atienda; que escuche el relato de aquel que comía ranas, hierbas, y lagartos, porque no había otra cosa que echarse a la boca; o las desventuras de un pobre niño escuchimizado, “¡Malpocado!”, del que habla Valle Inclán, al que su abuela lleva por caminos de tierra y barro hasta la feria de San Amedio, para encomendárselo a un ciego que remedie su hambre, y que comparta su sino:

─ “¡Malpocado, nueve años y gana el pan que come! (…) ¡Alabado sea Dios!”
 

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