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4 de febrero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

¡Viva la revolución!

¡Viva la revolución!
Habían transcurrido más de cuatro décadas desde su militancia en las filas del Partido y le parecía que había sido ayer. Unas leves arrugas le habían cambiado el gesto y cualquiera diría que para mejor, que le habían hecho ganar con los años, como el vino. Y frisando los sesenta todavía lucía sendos bucles en el pelo como símbolo de identidad de su espíritu juvenil.
En poco había cambiado el mundo para él: sus cervecitas diarias en la abacería de Miguel, sus charlas con el lumpen del barrio – la sociología de calle, como gustaba decir –, su pasión por las mujeres, para las que aún seguía siendo un tipo encantador…
Amar y amigar seguía siendo el lema de su particular religión.
Si en algo había cambiado su vida fue en lo de aprender a ajustarse a los horarios. El viejo, con sus achaques, apenas si tenía suficiente para los dos y se hizo necesario buscar un trabajo que cubriera las maritatas de sus necesidades, en las que el apartado de cerveza y tapa de confraternización le llevaba la mayor parte del presupuesto.
Y en cierto aspecto este punto de discrecionalidad en su planteamiento de vida era lo que realmente daba una coherencia a su pasado. Que por lo demás seguía siendo un fiel creyente en la inexistencia de Dios.
La librería de viejo, a la que accedió gracias a su impoluto currículum ─que siempre había gustado de llevar un buen libro bajo el brazo─, tenía el olor clandestino de la multicopista y el sabor ácrata de un tintorro peleón; su trabajo, entre negras vaharadas de polvo y entre rimeros de libros, le ayudaba a recordar los años de autodidacta y frecuentador de los textos de Saussure y Hegel, con los que soliviantó los ánimos más castizos y triunfó en el corazón de las chicas, que se dejaban arrastrar por labia del ciudadano más crítico y resultón.
Sabido es que siempre prefirió ir al grano a tener que decir versos para enamorados, que a él, un tímido chapado a la antigua, aún le seguían produciendo un incontrolado rubor los ripios engolados y elitistas de cualquier vate burgués, aunque fuese Roy Brown:

Aquí está el galán,
cantándole al amor.
Las niñas maniquí vendiéndole la belleza,
rompiéndole la cabeza al joven obrero (…)
Ya me voy a caminar por calles bien pobladas
Para oír la voz del pueblo entero
Gritar maní, maní del manisero
Aquí está el compañero defendiendo una misión
¡Vi-va la- aaa Re-vo- lu-ción!

Tras múltiples purgas y revisiones aquella musa que destapaba un seno turgente y ondeaba la bandera libertaria, había sido rebautizada por la prensa burguesa con una cifra y una letra para un mejor replanteamiento desde las industriosas tripas de un software de ordenador.
Para los viejos camaradas, estabulados en sus despachos virtuales, lo único revolucionario era seguir aferrados al poder. Con las noticias de la más reciente prevaricación, y la alarmante situación de crisis, tenían la desagradable sensación de que diariamente el mundo se les abría a sus pies.
A quién se le había ocurrido apostar todo a un ladrillo o fiar de los que parieron el lema samaritano de España va bien. Mañana mismo cambia el viento, se decían, y al garete los años de intrigas y la seguridad de un carné si no hay un pesebre caliente que compartir.
Se había inaugurado un nuevo ciclo y la cautela cobraba rango de virtud. Nadie quería apearse del carro, ni decir nada por teléfono, ni chatear consignas por Internet. Se desconfiaba de toda clase de escuchantes. Las fronteras ideológicas eran tan tenues que el funambulismo no se consideraba una profesión de riesgo y se podía transitar libremente, y sin llamar la atención, por la gama colorista de las poltronas: desde la verde a la roja, desde el lila al azul; todo se reducía a la encuesta, al marketing y a la capacidad de conjugar, en dos brevísimas sesiones de una gramática parda, el verbo sobrevivir:
− ¡No hay atutía! Seguimos siendo el espermatozoide ganador – le solía decir un afamado ERE del Partido− el que se dejó atrás a unos millones de abortos por mor de la eficacia y la competición. Confía. Confía en nosotros, Juan. Pudimos entonces, podemos ahora, y queremos poder.
A Juanito “Caracoles” alguien le recordó que cuando aquellos espermatozoides se aferraron al tren de cola nadie lo invitó a subir. Que aquellos pegaron un brinco y le dejaron atrás, con El Capital bajo el brazo y vagando solitario, como la Penélope de Serrat, por la quietud del andén.
Pero ni siquiera esta clase de retórica le afectaba. Era tan simple, tan simple, como que él no había nacido para sacarle jugo a la memoria y aquellos colegas rijosos que ahora vivían de la toga, o de saberse de carrerilla la lista de los reyes godos, le sonaban tan rayados como los discursos del Gran Dictador, de Chaplin.
Del edificio de la vieja fábrica de tabaco, que acogió entre sus muros a los Machado, a los krausistas y a la flor y nata de la ilustración, sólo le interesaba su espíritu: las sentadas contestatarias, las movidas, la facilidad del personal para escapar de los grises, los conciertos de Raimon, Paco Ibáñez y Pi de la Serra: ¡Todo un puntazo para la i!
Que nunca gustó de un mal rollo. Era tan simple, tan simple, como que seguía allí, en olor a libros viejos, viendo el mundo pasar por el cristal ambarino de una caña, y manejando con soltura sus maneras de Adonis sutil.
Y ahora que esa misma Universidad propiciaba el reencuentro de la vieja guardia; ahora que una tesis doctoral ponía en valor la aportación de su gente a la Historia, así con mayúsculas, todo ese tiempo vivido cobraba un nuevo interés.
Se alegraba por ver de nuevo a los calvatruenos con quienes había compartido el desasosiego de las carreras, la clandestinidad de una buhardilla y la bohemia de juventud.
Tripudos, cargados de hombros, prematuramente viejos, con la tonsura de la alopecia a flor de piel, y posiblemente hipotecados por el compromiso familiar, en nada le recordaban a los de la foto, a aquel clisé de jóvenes libertadores que siempre les acompañó.
Sin pecar de prepotente, era consciente de que a todos les sacaba más de un cuerpo en la comparación.
Ellas, por el contrario, parecían reverdecer, como cuando les llega el verano a las flores del Don Diego. Había en sus miradas un poso de manzanilla que demandaba su atención y que le llevaba a lampear en tierra de buenos vinos.
Y cuando el engolado estudioso revinó sobre las etapas históricas en que iba a fragmentar su discurso Juanito las miró a todas con embeleso, como quien recupera su juventud; por su parte sintió que aquellas otras miradas parecían acariciar su piel y le rociaban su pelo con los poemas de Bécquer.
En ese instante pensó que la juventud era un trasunto literario del poder y que aún tenía una deuda impagada con sus rizos.
Sin poderlo evitar le dio por pensar en su rubia. La única que le seguiría siendo fiel: el trago largo, frío y amable de una cervecita “Cruzcampo”.
 

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