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9 de enero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Para gustos los colores

DESDE EL CAMPO DE FÚTBOL DE “CASAS BLANCAS” HASTA EL LLANO VENÍA EL JOVEN RUMIANDO LA INSANA DECISIÓN DE DARLE UNA PALIZA AL COLEGA, POR AQUELLOS LANCES DEL BALÓN

Para gustos los colores
Esta frase, que pareciera expresamente hecha para publicitar los modelos de Ágata Ruiz de la Prada, plantea como ninguna las diferencias de caracteres entre las personas.
Y aquella otra de que “Los hombres se visten por los pies”, qué buen anuncio sería para un vendedor de calcetines, o para un estudioso de Sociología que pretendiera demostrar la importancia del eslogan en la historia de la masculinidad.
En “El hombre que compró un automóvil”, de Wenceslao Fernández Flores, el comercial de automóviles sacaba la conclusión de que el hombre que usa calzoncillos largos es menos vulnerable a los halagos del progreso; y que en circunstancias similares es preferible dirigirse a su mujer.
En esa misma línea de pensamiento el escritor Pío Baroja llegaba a la conclusión de que en la mayoría de las casas era la mujer la que llevaba los pantalones. Probablemente por ese estúpido detalle nuestro insigne guipuzcoano nunca se casó.
……………………………………..
─ Kikirikí, quien tenga h… que se meta aquí.
El bueno de P siempre pintaba un redondel en el suelo y se metía dentro de él para retar a todo bicho viviente que pusiera en duda su masculinidad.
Desde el campo de fútbol de “Casas Blancas” hasta el Llano venía el joven rumiando la insana decisión de darle una paliza al colega, por aquellos lances del balón.
La enorme fuerza de voluntad de pintar hasta por tres veces el dichoso circulito la olvidó P ante el empuje de los hechos, que en no pocas ocasiones nos obligan a claudicar:
─ A peleas me podrás, pero a correr no…
Al valiente de mi amigo le ponía hasta tal punto la pose varonil que se invitaba a tabaco y a “cubatas” todos los domingos y fiestas de guardar. Y es que la obligada asistencia al cine ─ donde Charlton Heston y Gary Cooper enseñaban a los niños sus mil y una formas de gallear─, era en aquel tiempo un importante archivo de experiencias y conocimientos.
Otro gallo habría cantado si en lugar de la recia pana y de los pantalones vaqueros nuestros héroes hubiesen llevado chilaba, o la tradicional falda escocesa, o el taparrabos de “Cochise”, o la vestimenta ritual de los masones. Que mucha gente creyó que era el hábito quien hacía al monje, y no al revés.
Hace unos años, y en mi afán de agradar, le dije a una vecina que me daba la amable impresión de ser una mujer sencilla. Como si hubiera tocado su fibra más sensible me midió con la mirada, desde los pies hacia arriba, y me preguntó en una especie de examen "a lo Zapatero", en un plató de televisión:
─ ¿Cuánto crees tú que cuestan estos vaqueros de diseño?
─ ¿Y esta preciosa camisa de Chemise Lacoste?
─ ¿Cuánto dirías que valen estos zapatos y este bolso de cuero?
Y así siguió la interminable relación de pertenencias hasta concluir en un resumen de gastos que me terminó de escandalizar:
─ Ya ves lo que te decía. Se nota que de estas cosas no tienes ni pajolera idea, pero quien está en este mundo de los negocios lo sabe valorar; cualquiera de ellos te diría que esta forma de vestir no tiene nada de sencilla. Que llevo encima un capital.
"Para gustos los colores...", me dije. Y en ese preciso momento pensé que para lo que la camisa, los pantalones, los zapatos y el bolso servían, mejor habría sido que los invirtiera en bonos del Estado, ahora que en la tele se nos dice que “España va bien”.
Creía yo que con el tiempo la filosofía de mi vecina habría cambiado. Pero no. El otro día, con el inicio de las rebajas, volví a toparme con ella a la entrada del ascensor. Como diría un castizo a aquel guiso no le faltaba ni una ramita de perejil; pero hete aquí que al ensayar un paso se le desprendió la suela de sus costosos zapatos. Y compungida exclamó:
─ Pues fíjate que son de "Zabol”...
Y yo, tomándome la licencia de un perito tasador:
─ Si eso nos pasa a todos, no te preocupes. Si es que los chinos se han hecho los amos del cotarro, incluido El Corte Inglés...
En esta ocasión mi vecina, menos locuaz y más discreta que nunca, ni siquiera me preguntó por el precio de un café.
Pero he de reconocer la importancia que en nuestra vida han tenido los pantalones vaqueros, aunque muchos de nosotros no se los hayan llegado a poner.
Gracias a ellos nos convertimos en hippies, en rebeldes “sin causa”, a lo James Dean, en empresarios jóvenes pero “suficientemente preparados”, etc…; al tiempo nos enamoraron de las caderas de una rubia entrada en carnes, a lo Marilyn Monroe, o de la fragilidad de una jovencita, a lo Brooke Shields, pregonera de la sexualidad de los ángeles con tan escandalosa pregunta: “¿Quieres saber lo que hay entre mis Calvin y yo?”
Tras la aparición del refresco de Coca Cola y de los pantalones vaqueros ya no hay guapo que se niegue al sabor de “la chispa de la vida”, o que no se arriesgue a disfrutar con el roce sensual de una prenda adaptable a los nuevos tiempos; capaz de expresar, a un tiempo, rebeldía y sofisticación; amoldable al encaje y la rutina, al calzoncillo largo y a las nuevas estrategias de diversificación.
Amén de que, como todo invento es cíclico, cualquier día de estos volverán las camisas "Suybalen", que no necesitaban plancha. Y con ellas nuestra juventud perdida y nuestro primer amor. Y aquellas calles y plazas que invitaban al más reacio a presumir de esquijama, o de una mullida bata de boatiné.
Que si hoy en día salen los jóvenes a la calle luciendo sus tatuajes por qué nosotros, ya mayores, no podríamos lucir la blancura "científica y nuclear" de una bata de farmacéutico, o toda esa inútil cacharrería con la que se expresa el ardor guerrero, o el simbolismo masón de traje oscuro y corbata, guantes blancos, camisa almidonada, sombrero hongo y mandil…
De pequeño siempre me llamó la atención que mis paisanos mineros─ hombres de espíritu serio y gente de armas tomar─ cambiasen el mono de trabajo y la lámpara de carburo por una falda y una blusa escotada que mejoraba en muy poco su impostado pechugón:
─ ¡Ay, qué guasa/ ay, qué guasa!/ que me ha salido un novio/ que no entra en casa/ Que no entra en casa/ porque no quiere/ porque le da vergüenza/ de las mujeres/ /
Ay, chacarrá, chacarrá/ chacarrá que no te quiero/ ay, chacarrá, chacarrá/ porque no tengo dinero/ ¡Que no te quiero!/ ¡Que estás casao!/ ¡Que quiero a otro/ Más resalao!
Nunca tuve la impresión de que con este tipo de conducta se fraguase un ataque frontal contra la mujer; al contrario, pareciera que los mineros aceptaban encantados su nuevo rol como precursores de la travestida Carmen de Mairena.
Pero vestir con alegría y desenfado es lo que todo el mundo puede ver en Candem Town, o en el mercadillo de Portobello, por donde pasean japonesitas vestidas de Barbies y donde los avanzados de la moda se mimetizan embutidos en la originalidad de un glamuroso traje de lentejuelas.
No soy un entendido en modas, y en ese punto me siento conservador, por ese torpe sentido del ridículo de quien suele tener en cuenta lo que pueda pensarse de él.
A la tierna edad de diez años me compró mi madre un pantalón azul, de algodón, que enamoraba a primera vista; pero como a la progenitora de mi vecino los pantalones no le cayeron bien regresé a casa para quitármelos. Mi madre me contestó que, amén de esos bonitos pantalones, mi única posesión consistía en dos primos con los que me había tocado compartir. Nunca olvidé la lección.
Pero a pesar de esas pequeñísimas decepciones me sigue encantando observar que el mundo no está militarizado como algunos querrían; ni la gente viste el uniforme de funcionario; ni se deja arrastrar por la estética gris de Mao, de Hitler o de Kim Jong Un; ni ha perdido las ganas de gritar; ni de afeitarse la cabeza, o de dejarse crecer la barba y la melena.
Mientras salga el arcoíris, y haya un espíritu joven este mundo en el que nos ha tocado vivir, la vida seguirá siendo un alegre Carnaval, aunque haya quienes ─ como Francisco de Quevedo, o como Dámaso Alonso─ piensen que están rodeados de muertos.
Que para gustos los colores…
 

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