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5 de enero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Ya vienen los Reyes…

Anónimo Quiteño, siglo XVIII
Carmelo Guillén Acosta (Sevilla, 1955), catedrático de enseñanza secundaria, es un estudioso de la poesía de Pedro Salinas, San Juan de la Cruz, Ramón Charlo, Rafael de León y Francisco Rodríguez Marín, entre otros.
Su obra poética aparece reunida en el volumen Aprendiendo a querer (Poesía 1976- 1996) (1997), continuada luego con Misterio Gozoso (2000), Quedar con alguien (2002), La vida es lo secreto (2009), y otros.
En su amplísimo currículum: Accésit del Premio Adonáis (1976), Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz (1990), Premio Tiflos (1995), Fiambrera de Plata del Ateneo de Córdoba, etc.
Actualmente dirige la colección Adonáis de poesía.
La evocación lírica que copio a continuación es tan solo una página del XXIV Pregón de la Cabalgata de Reyes Magos del Ateneo de Sevilla. Su autor la leyó, ante un numerosísimo y emocionado público, seis días después de la muerte de su padre.

A mí me encanta verlos llegar desde aquella niñez mía perdida en la memoria: intuir cómo se asoman a mis ojos de niño y calan mis verdaderos deseos. No sé de dónde proceden ni si vienen a adorar a otro niño más que a mí; así que me cojo de la mano de mi padre, fuertemente, con el deseo de que su desvelo paternal me acerque lo más posible a ellos. En poco tiempo, los veo en hilera, todavía lejos, pero arropados por la luz y el alborozo y el aire de fiesta que pretendo darles a estas palabras mías. Como soy un niño al que vienen a ver, eso me creo, me impaciento y doy saltos de ansiedad: por eso mismo, mi padre me sube con presteza sobre sus hombros, convertidos en esa ocasión en una atalaya desde la que se atisba el más bello espectáculo popular que pueda proporcionárseles a unos ojos infantiles. Por un momento, mi padre es todos los padres del mundo y yo todos los niños del mundo. Conforme pasan los Magos, fijo la vista en cada uno de ellos y me embeleso en sus miradas y les lanzo un guiño de complicidad y me hago a la idea de que se fijan sólo en mí.

¡Y AQUÍ MELCHOR, YA VIENE EN SU CAMELLO!

Y aquí Melchor ya viene en su camello,
tan radiante que ni los días de sol,
ni el sueño en sus mejillas de arrebol
anulan la elegancia de su sello;
Melchor, que es ese fúlgido destello
de la claridad expuesta en el crisol
para fundir el mineral más bello.

Y ahí Gaspar, segundo en procesión;
dechado de fragancia y apariencia,
envuelto en su sin par magnificencia,
confirma por su olor su vocación:
perfumista del aire, todo un don
para el que va a exhalar divina esencia
y sabe a ciencia cierta su misión.

Y allí, negro por fuera, Baltasar;
su alma, no lo dudo, transparente;
atracción ideal para la gente
y para mí, tan niño, singular.
bien sé que su alma tiene ese lugar
donde irradia el aroma más batiente
y el más cálido aliento en su aspirar.

Los tres se acercan ya con su cortejo
en medio de un clamor de confianza,
expuestos al clarín de la alabanza
y al murmullo encendido del antojo.
Son muchas las miradas y el arrojo
con que se les recibe sin tardanza.
Ninguno de los tres me quita ojo.
 

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