27 de diciembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El cantar tiene sentido
TODOS COMETEMOS GRANDES FALLOS EN LA VIDA. Y LOS PUEBLOS, CÓMO NO, TAMBIÉN
Sobre tu alameda,
mi pueblo andaluz
arrastré la blanca
túnica de días
de mi juventud. (“Pueblo”, Pedro Garfias)
De pequeño leí la historia del santo patrón de los conductores. Era Cristóbal un fornido hombretón que buscaba a quien servir y que, tras un largo viaje iniciático, llegó a la conclusión de que muchas de las pregonadas como virtudes formaban parte de las apariencias, pues la verdadera identidad de los grandes hombres conocidos era su debilidad.
Mucho ha llovido desde entonces. San Cristóbal, posiblemente cambiara sus cansadas zapatillas por el coche de Fernando Alonso; y tan virtuosa sociedad por fin realizó felizmente el tránsito de la Dictadura a la Democracia, del puchero a la cocaína, del consumo de berza a las dosis de insulina, del olor a ajo y cebolla al perfume de “Hugo Boss”, de las barbas apostólicas machadianas al cutis angelical de Nicolasito, y del palmetazo a sangre fría a la mirada altanera del acosador escolar.
De nada servirá a los mineros la protección de Santa Bárbara si han cerrado ya las minas. Habrá que cambiar de devoción y buscar el amparo de una Madre que sea ducha en proteger del paro y de la sequía; de las falsas apariencias que procura el consumismo; de la usura de los bancos y de la tiranía del patrón…
Como aquellos trasnochados anuncios que recurrían a la Ley del Enemigo Único, se haría necesario colocar un enorme cartel a la entrada del pueblo que pusiera en letras de molde: “Pan, Trabajo y Unidad”.
Necesitaríamos de buenos líderes, como el cura de Cucuñán ─ protagonista de un precioso relato de Alphonse Daudet ─ que acompañen a los suyos hasta las mismísimas puertas del Infierno, sin miedo a rasgar sus ropas entre senderos de zarzas y capaces de caminar entre carbunclos ardientes; gente que acredite el heroísmo de quien intentó salvar a un náufrago, aunque no sabía nadar.
Se haría necesaria la ensoñación de los pintores y de los poetas para reinventar nuevas leyendas, apariciones y romerías: lugares mágicos donde fabricar la alegría y donde convivir con los demás, al amor del fuego y de la madre naturaleza.
Necesitaríamos de la armonía, de la afinación y del compás de Paco de Lucía y Camarón, para darle un himno a esta tierra. Una hermosa melodía que interprete quiénes somos, quienes fuimos, y lo que queremos ser.
En nuestro inconsciente colectivo aún seguirá viva la antigua programación. Somos gente de frontera, como dicen nuestros apellidos; romeros de mil caminos que nos trajeron aquí desde lejanas tierras: Francia, Suiza, Portugal, Extremadura, País Vasco, León…
La alegría de la feria de Sevilla la proyectaron un vasco y un catalán, y nadie puso reparos. El himno de “El Segador” lo escribió un andaluz, para mayor gloria del “seny” catalán.
La fuerza de un pueblo no son sus diferencias, sino la gran energía que se posee en común.
Necesitaríamos de una bandera: la de los que un buen día amanecieron sin patria, sin una advocación a la que encomendarse y sin un objetivo claro por el que luchar. La enseña de los que se nos fueron a trabajar a Cataluña, a Bélgica o al Líbano, y ya no volvieron más.
Importa lo que se sueñe; la voz enamorada que es eco de ese otro corazón:
Todos los pueblos
volando sobre el mar
volando sobre el mar encadenado.
Menos tú pueblo mío
bajo mi frente anclado. (“Mar”, Pedro Garfias.)
Los pueblos, como las personas tienen sus días fijados. Hay paraísos en venta, que esperan de un comprador; alamedas anegadas por las aguas de un pantano, que dejan ver la nostalgia de unas torres en épocas de sequía; poblaciones en el exilio, como la de los judíos errantes, o la de los andaluces que vivieron en Guinea, en Vilvoorde, o Tetuán.
Pero los descamisados de Baler, los últimos de Filipinas, hicieron patria de un destartalado caserón y de su defensa el principal y único objetivo.
Todos cometemos grandes fallos en la vida. Y los pueblos, cómo no, también.
Gracias a un fallo se inventó la penicilina. Y no creo de recibo que los agoreros alimenten a diario el dolor, el odio y la frustración de la buena gente que somos.
Pero si hay un gran fallo que no nos podemos permitir es la apatía y el descorazonador pesimismo. Que alguien necio ponga trabas a su propio optimismo, y que haga un boicot a la energía positiva de sus congéneres, debería tener la consideración de delito social. Y su pena sería la de subirlo al palo mayor para que sirviera de reclamo al turista más insípido o como faro de viajeros descarriados en la soledad del camino.