21 de diciembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez
¿Se puede pasar…?
Lo que le cuesta a Manuel participar en la cosa pública de su pueblo. El suyo es un “tic” social que sólo afecta al cumplimiento de las reglas de urbanidad, como el “Sangre Gorda” aquél de los hermanos Quintero:
─ Candelita… ¿Ze pué pazá?
─ Adelante. ¡Adelante! Pero ¿se ha muerto usté?
La condición natural de Manuel es la de pedir permiso a un pie antes de atreverse a echar el otro. Y es que a él, que es paciente como un buey, se le figura que nada habrá de cambiar que no sea para empeorar la situación:
─ Ya lo verá usted: salimos de Málaga para entrar en Malagón. De qué sirve echar a un tirano si el que viene es aún peor… De seguir a este ritmo llegaremos a añorar los malos tiempos pasados.
Y es esa desconfianza la que lleva a nuestro paisano a no participar en las cosas del poder; en la voluntad de aquellos grupos, reducidos aunque potentes, empeñados en controlar y en procurar que ningún arbolito seco les robe su bien merecido protagonismo.
Mediatizada por el cinismo de “lo políticamente correcto” se me antoja que la política actual se plasma en un difícil desencuentro. La comunicación resulta plana con tanta norma y tantísimo abogado suelto; y la comunión de intereses de los poderes fácticos con el pueblo es casi inexistente; entre otras cosas porque lo ignoran y porque nadie está a la bola de su “despotismo ilustrado”, con la de libros que han leído; todo lo reducen a torpe protagonismo, a un mero ajuste de cuentas, a castrar cualquier opinión que difiera de los eslóganes oficiales.
En situación semejante es difícil que nuestro temeroso paisano se lance a “sugerir” nada nuevo; a menos que se aventure a un calificativo, o a ser señalado por el índice admonitorio de Dª Severidad:
─ ¿Ze pué pazá?
─ ¡Pase, pase ¡ ¡Pero sólo hasta el zaguán! ¡A ver qué dice usted..!
─ ¿Que si ha visto alguna vez que el Ayuntamiento, bajo mazas, acuda a las Pascuas del río y participe con su pueblo de charlar bajo un chaparro?
─ ¡Quita pa´ ya, hombre! ¡Qué preguntas hace usted, y qué mala hierba tiene!
─ ¡Oiga, que alguien dijo la que armaron a cuenta del aquel Concierto! Que, en definitiva, de los que menos cuenta se tiene es de los músicos y del director. Que a mí lo mismo me da que ustedes dos se peleen. Con tal de que se entretengan... Si total, total, por una medallita o dos…
……………………….
Cuánto más habría de insistir Manolo sobre el aforismo aquél de “conócete a ti mismo”, y sobre el arte de resistir a una dialéctica que convierte en tartamudos a los que se expresan bien.
Que ya lo dijo el bueno de Machado en sus Proverbios y Cantares: “La envidia de la virtud/ hizo a Caín criminal. / ¡Gloria a Caín! Hoy el vicio/ es lo que se envidia más…”
La envidia, según la definición del DRAE, es esa manifestación de “tristeza o pesar del bien ajeno” que tan bien conocemos los españoles; y más aún los que se atreven a pensar, que pensar en serio es una forma de juzgar. Y eso duele…
Ya decía aquel sabio que cuando te apunte la fortuna con el dedo, o cuando algo te salga bien, lo mejor es pretextar una enfermedad o un molesto achaque que haga sospechar al prójimo tu condición de “perdedor”.
En las actuales circunstancias el simple hecho de abrir una ventana para que pueda entrar el aire fresco y favorecer que se airee de miasmas una insalubre habitación, puede prestarse a envidias, a torpes protagonismos, y a toda clase de interpretaciones y camelos, según interese al “personal”.
Como sucedió con Andrés Hurtado, el estudiante de Medicina protagonista de El Árbol de la Ciencia cuya única pretensión era la de sanar a su hermano, un diagnóstico acertado puede chocar con la incomprensión de la familia y de los amigos, y con los molinos de viento de la intolerancia.
El año pasado, por estas mismas fechas, paseando en la grata compañía de mi tío político por el paseo marítimo de Torremolinos topamos con un grupito de paisanos. Como uno de ellos le preguntara por su labor escultórica Salvador García le remitió a una escultura en la que homenajea a Picasso. Durante unos minutos siguió viva la conversación, pero ni uno solo de ellos se dignó a volver la vista en dirección de aquella magnífica obra, trabajo de creación de un gran artista de Utrera, y que se alzaba a escasos cincuenta metros de allí.
¿Cuestión de soberbia, de pasotismo, o de incapacidad de comunicación?
Por eso es tan importante que nuestro amigo Manolo se mire cada día al espejo para corroborar que sigue ahí, consciente de su belleza interior, de todo lo que puede aportar a los demás, aunque le surquen el rostro las más profundas arrugas, le llague el estigma de la incomprensión, y le destierren de su cacho de parcela en la tierra prometida.
Que no cunda la desconfianza entre nosotros, que la desunión nos hace débiles, y que no nos pase como le ocurrió a “Jenaro Pedreiras” ─una de esas historias gallegas de Álvaro Cunqueiro─, que la desconfianza es prólogo de los miedos, del dolor de estómago, e incluso de la traición.
Tenía este tal Jenaro un sentido tan especial “que le hacía saber que unos metros más atrás de él caminaba don Fulano o el señor Mengano”.
Sentía que le espiaban y decidió burlar a sus perseguidores. Para ello adquirió barbas postizas, un bigote a lo káiser, etc…
Y un buen día, Jenaro salió de incógnito a la calle vestido de mujer. El carpintero le saludó:
─ ¡Nunca creí que tuviese tanto humor, don Jenaro! ¡Mire que a sus años disfrazarse de señora viuda un martes de Carnaval! ¡Y muy apropiado, con sus medias caladas y su zapato de medio tacón!
Como decía Cela en este país, mermado por la desilusión y el recelo, el que resiste vence. Y son muchos los que, modestamente y con poquísimas armas para resistir, creen que es preciso vencer la desconfianza, resistir en beneficio de los demás, de la calidad del aire, de su propia estimación como persona y ciudadano…
Nadie está libre de un malage, ni de pisar un “chinato” por el camino, ni de las malas artes del poder, o de un traidor, ni de que te digan que “no importas”, que eres tan sólo una motita en el cristal. Son los lances de diario, los dardos del desamor.
Que esos capitulillos de vida no nos distraigan del camino, ni nos hagan renunciar a lo vivido; antes bien, que nos lleven a mirar con ternura y “com- pasión” al jinete y al caballo; a soltar, confiados, las riendas; a abrir los brazos al cielo y lanzar al viento un “¡Oh!”; y a soñar que todo buen sueño es posible.
Porque el mejor sueño, pienso yo, es saberse en paz con uno mismo, atreverse a opinar, echar a bailar tu conciencia y no tenerle miedo al reloj.