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¡ Analfabeto..! ¡Andaluz tenías que ser..!

Cuadro de José Cándido Carballo Santiago
En mi etapa de camarero en Cambrils tuve la oportunidad de dar la cara por una joven andaluza. La chica, según el propietario del Restaurant “Can Matí”, era una de esas “analfabetas” profundas que habían acogido allí para realizar las labores de limpieza.
Habitualmente el jefe compensaba sus desvelos con una patada en el trasero, una palmada en el cuello y un insulto soez. Aquel día mi reacción ante la triple ofensa me costó el puesto de trabajo y los insultos del payés:
─ ¡Gitano, que eres gitano..!¡Andaluz tenías que ser..!
Quedé marcado por el lance, y en mis años de profesor me tomé la licencia de hablar con una de mis mejores alumnas, a la que sus padres habían apalabrado una boda gitana, para recomendarle:
─ ¡Estudia, por favor! Tienes la virtud de hacer de tu vida lo que quieras; que nunca te acose el triple hándicap de ser mujer, gitana y andaluza.
Por eso me encanta la anécdota de mi predecesor en el IES “Tartessos”, de Camas. José María Pérez Orozco es una de esas personas que alza su voz cuando hay que defender a su pueblo y valorar las distintas modalidades de las hablas andaluzas. Sin soberbia, pero sin rubor; con la gracia y sabiduría que sólo un “analfabeto” podría desarrollar, muestra en el vídeo la sabrosa conversación.
Y es que, como apunta José Bergamín, hay una cultura literal y otra espiritual. La primera, contenida en enciclopedias y diccionarios, reduce nuestro universo a una mera definición, en la que no encuentran cabida la poesía, la pasión, la imaginación: todo ese ámbito de lo mágico, lo intuido, lo maravilloso…
─ El orden alfabético internacional de la cultura, que nació con los enciclopedistas −y que es una especie de anticipación mortal del Infierno−, ha llegado, en lógica y natural consecuencia, a convertir para nosotros la representación total del mundo, el universo, en un Diccionario General Enciclopédico, ordenado, como es natural, alfabéticamente. Es una alfabetización general progresiva de la cultura que ha actuado sobre la vida humana como una paralización general progresiva del pensamiento.
(…) El analfabetismo español es el sentido y la razón profunda de una cultura popular del espíritu que se niega a morir alfabetizada, esterilizada por la aplicación paralizadora y sistemática de la letra muerta. La letra mata al espíritu. El analfabeto tiene sus derechos espirituales que defender contra la denominación alfabética de cualquier determinada o indeterminada cultura, más o menos literal o letrada. Si ahora se habla de los derechos del niño ¿cómo van a desconocerse los derechos del analfabeto, que son, originariamente, los del niño, los más puros intereses espirituales de la infancia? Los derechos del analfabeto son los mismos del niño prolongados espiritualmente en el hombre: y son los derechos más sagrados, porque expresan la única libertad social indiscutible: la del espíritu; la del lenguaje creador humano; la del pensar imaginativo del hombre. El analfabetismo espiritual y creador de los pueblos es lo que los pueblos tienen de niños, de infancia permanente, luego los pueblos tienen el derecho al analfabetismo como los niños, porque son, en la misma entraña espiritual de su ser más profundo, la expresión de esa enorme y hondísima cultura analfabeta del universo.

La gente de mi tiempo tuvo la suerte de beber de una cultura que superó con mucho la meramente libresca, porque corría por la leche que mamábamos, por las venas de quienes no mereciendo el título de “analfabetos” poseían “lustre” como para dar y tomar.
La tradición no es una entelequia, ni una historia de tarados. Es la sangre de los tuyos que te desborda y progresa; la memoria de tu gente; el edificio que, de tanto en tanto hay que enjalbegar y darle prestancia, porque es parte de nuestras raíces: “¡Cuántas bocas enterradas, / Sin boca desenterramos!”
Cuánto habría que aprender de la creatividad de los niños. “Papaíto, náname”, me decía mi hija Alicia para que le cantase una nana:
“A la nana, nana, nanita/ nana de aquél /
que llevó el caballo al agua / y no le dio de beber.
A mi caballo le eché/ hojitas de limón verde/
y no las quiso comer”.
Entre las que recogió el granadino García Lorca figuran verdaderas joyas, de corte tan surrealista que es difícil de entender que alguien concilie el sueño con semejante frustración. ¿Se puede, acaso, ser más sabio que un sueño?

En las noches estrelladas de mi Aljarafe sevillano, o del lugar que sea, me gustaría rememorar, con un nieto entre mis brazos, aquella experiencia que viví como hijo, y siendo padre. Y, para darle más “verosimilitud” lo diré sin leerlo, con toda naturalidad del mundo, como si fuera analfabeto total, que es la única manera de no mentir en una sociedad hipócrita, de un despotismo ilustrado que gobiernan hombres ─libros, con poses aristocráticas y falta de imaginación.
Le diré uno de los que mi madre me contaba, o aquel otro que escuchó el folclorista Aurelio de Llano:
─ En una aldea vivía un padre con esposa y siete hijos. No tenían qué comer. Una noche sintió ruido en la puerta y encontró allí a la vaca del cura. Si pensárselo dos veces la mató y la puso a salar. Y desde aquel día en adelante entró la alegría en su casa.
Un día el hijo menor se puso a cantar, emocionado: “La vaca Marietsa/ del Cura Chiquito/ la tiene mi padre en el cuarto bajito/ y de ella nos hace/ todos los día/ un pucherito”. El cura, que lo oyó, mandó llamar al niño, y prometiéndole unas botas, para aquellos pies descalzos, le dijo que cantara la copla el domingo en la iglesia.
En misa el cura hizo una plática sobre las buenas costumbres y la propiedad ajena, y para ilustrarla llamó al inocente niño y le propuso cantar; y el niño, que parecía tonto pero que era la mar de advertido, cantó: “El cura chiquito/ pretende a mi madre./ El cuento será/ si mi padre lo sabe.”
Y el cura, que también sabía rimar lo que no había en los escritos: “¡Orate frates!/ Lo que dicen los niños/ son disparates”.
 

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