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16 de diciembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Árboles hombre

    `Invierno en Andalucía`, de Emilio Sánchez Perrier
El Rey Negro me había regalado aquel año una preciosa espada de romano para que jugara en “ventaja” con los amigos. Pero mi ilusión duró lo que duran cinco euros a la puerta del Congreso: Cándido me invitó a batirme en duelo y, de allí a un minuto voló el plástico en mil pedazos. Y fue entonces que comprobé que la mejor espada es un palo.
El bueno de “Pedrules” hacía unas espadas de chopo que en nada tenían que envidiar a la del “Capitán Trueno” y a la de su escudero Crispín. Y a su oficio me encomendé, que Pedro, mayor que nosotros, era nuestro ángel custodio.
Amén de saber que la madera de chopo sirve para fabricar palmetas y para hacer trompos y espadas, no sabía de otra utilidad que no fuese la de animar las fogatas en la fiesta de la Candelaria, con danzantes alrededor.
Un joven de pueblo como fui y tuve que enterarme en la ciudad de lo que es una alameda. La “Alameda de Hércules” era, en aquel entonces, un enorme secarral que en ocasiones se inundaba.
Y lo que más me emocionó fue escuchar las delicadas voces de las alumnas del I.E.S. “Murillo” cantándole a los álamos de Sevilla, bajo la dirección de Dª Pepita Hernández. Pepe Calderón, que las vio, lo podría referir. Qué fiesta de los sentidos la primera vez que las oí ensayar:
“De los álamos vengo, madre/ de ver cómo los menea el aire
De los álamos de Sevilla/ de ver a mi linda amiga…”
Cercana la Natividad Dª Pepita invitó a todo quisque a su casa. Era un enorme patio sevillano donde destacaban sobremanera un negro piano de cola y las numerosas felicitaciones de sus amigos.
Creo que la chavalería se enamoró de la elegancia, de la sensibilidad y de la discreción de aquella profesora. Algún músico de vocación se sacó allí mismo el grado de director; y en muy poquísimo tiempo se hizo con la batuta de un coro parroquial.
Y con él todos ensayábamos aquella preciosa canción que tanto nos enamoraba:

“A los árboles altos / los mueve el viento/ a los enamorados /
el pensamiento.
Corazón que no quiera/ sufrir dolores/ pase la vida entera/
libre de amores.
Corazones vacíos/ yo no los quiero/ que cuando doy el mío/
lo doy entero.”

Luego el tiempo pasó a velocidad superior de la que alcanza el AVE y cada uno se fue como vino, con flauta y con tamboril.
A mí me tocó la noble tarea de leer preciosos y escogidos poemas a mis alumnos, profesión que asumí con la energía de un recién llegado. Y de tanto y tanto repetirme me quedé enganchado en uno: el que D. Antonio Machado dedicó a Leonor, uno de esos días en que la primavera se asomaba a la ventanita de sus ojos, con los brotes de esperanza de aquel viejo olmo, reverdecido “Con las lluvias de abril y el sol de mayo”.
En una nueva ocasión me tocaba despedirme de mis compañeros del País Vasco. Tras amenizar la velada con las sevillanas de “Chiquetete”, a alguien se le ocurrió que debía entonar una melodía de mi tierra. Y fui y les propuse un “bis”: “Los Campanilleros”, que tan bien cantó La Niña de la Puebla, y esa otra que interpretaba al piano Federico García Lorca:
“Yo me subí a un pino verde/ por ver si la divisaba
y el pino como era verde/ al verme llorar, lloraba”.
Siento tener que decir que en lo tocante a canciones lo tradicionalmente español resulta triste como un fado.
Luego vendría un posterior desembarco. Y allí, solitario, estabas tú. Y poco a poco, casi sin saberlo, me fuiste atrapando en tu red como a uno de esos mirlos. Y viéndote, día tras día, tan generoso y gentil, entendí que querer a los demás no es sólo una cursilería achacable a Juan Ramón Jiménez:
“La soledad era eterna/ y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol/ y oí hablar a los árboles
(…) Me retardé hasta la estrella. / En vuelo de luz suave,
Fui saliéndome a la orilla/ con la luna ya en el aire.
Cuando yo ya me salía, / vi a los árboles mirarme.
Se daban cuenta de todo/ y me apenaba dejarles.
(…) Y ya muy tarde, ayer tarde,/ oí hablarme a los árboles.
…………………
Llevaba unos días pensando en cómo te podría despedir, fiel amigo. Viejo álamo temblón de porte enhiesto y juvenil, que lucías tus brillos de plata, y proporcionabas refugio a hormigas, a pájaros y reptiles, cual amoroso D. Juan.
En los días luminosos en que una suave brisa atlántica recorría los aljarafes te reconocías cantor y entonabas un son metálico; canoro “vuelo de luz” que alguien ansió en su Caribe.
Melodía de maraca, borrachera de los sentidos, o murciélago de vuelo torpe que soñó algún día con volar… ¿Cuál de esas sombras eras tú…?
Cupido travieso que en cálidos atardeceres hundías tus frágiles ramas hasta el más oculto rincón, y aliviabas después tus heridas con antisépticos de colores y con rosadas nubes de almidón.
Compañero de mil noches, que derramas tus silencios como bálsamo de luz. Dibujo cálido y otoñal de Mauricio Bacarisse:
“Tarde de septiembre/ que dora los álamos, / y lleva estorninos/ al viñedo, grávido.”
Ya para siempre amigo, viejo álamo temblón atado a mi pensamiento con hilvanes de festón.
 

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