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15 de diciembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Venganza moruna

Cartel de la Isla Mínima
En los pasados días pude ver “La Isla Mínima”, un exitoso largometraje de Alberto Rodríguez en el que esperaba disfrutar el paisaje marismeño que habitualmente frecuento: la Dehesa de Abajo, la laguna de la Rianzuela y los verdes pinares de La Puebla.
Pensaba en recrearme viendo a vista de pájaro el rosado vuelo de los flamencos; el ir y venir de cigüeñuelas, vuelvepiedras, avocetas, y chorlitejos; la elegancia gris de la garza real; las zambullidas de los cormoranes; el crotorar de las cigüeñas que anidan en el acebuchal…
Y lo único que vi fue la parte menos vistosa, la zona de los arrozales: escenario ideal para plantear una tragedia rural, que recuerde aquellas otras que imaginaron García Lorca o Blasco Ibáñez.
En una sociedad de barro y barraca, de miseria y de hombres─ ratas, la principal afectada es la mujer. Y más concretamente las jóvenes que se dejan arrastrar por los cantos de sirena de un Don Juan, eslabón necesario para la crónica de una muerte anunciada.
La película hace pensar en el machismo estomagante de esta sociedad; en la cultura aberrante que ha hecho de los hombres monstruos y todo un ritual del sometimiento de la mujer; en lo que se ha dado en llamar “violencia de género”, término políticamente correcto que alude a la fiera que devora diariamente a las Martas del Castillo, o a las niñas de Alcácer.
La película no es nueva. Se remonta a los orígenes de nuestra cultura impresa. “La Historia de Nastagio degli Onesti” figura en El Decamerón. Un joven paseante contempla asombrado cómo una joven desnuda es atacada por una jauría de perros. El caballero que la persigue le arranca el corazón y se lo echa a los animales. El motivo de la venganza es que la joven ha rechazado su amor y le ha negado sus favores sexuales.
En muchos pueblos sin río, en donde hay una fuerte presencia de las estructuras de poder, siempre rigió aquello de la “limpieza de sangre”, y para algunas familias era una deshonra que su hijo se casase con la hija de quien sirvió, y viceversa. Tal es el drama de las hijas de Bernarda Alba; o de Marieta y Pepet, personajes de “Venganza Moruna” de quienes habla Blasco Ibáñez:
─ (…) En vano se había opuesto al matrimonio la familia de Pepet. Casarse con una pobre siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más al saberse que la novia era hija de una bruja y, por tanto, heredera de todas sus malas artes.
Nunca importó que la felicidad se convirtiese en moneda de cambio. Más que el amor, en esas sociedades se valoraban otras cosas, como la honra familiar, los intereses, las apariencias, el qué dirán, el silencio en la mujer…
─ ¿Me habéis oído?¡Silencio, silencio he dicho!¡Silencio!
Es la misma estructura social que maltrata a los animales, que tiene por criado al maestrito que le imparte formación, que aplaude la apariencia de valor y los chulescos desplantes. Y sucede alguna vez que una joven viuda sea asesinada por el terrible delito de atravesar el umbral de su casa a destiempo.
“Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido”. Tres meses habían pasado desde entonces, y Teulaí, el hermano menor, le arrebata la vida y deja sin madre a su sobrino.
Para que luego nos vengan los de Ikea encareciendo la importancia del mobiliario y aminorando los efectos de la educación, que “Nada como el hogar para amueblarnos la cabeza”.
Qué pensaremos en estas fechas los cristianos, y los que no lo son, cuando miremos con devoción de madre a la Virgen María. Acaso nos dignemos a pedirle perdón. Perdón a nivel individual, por la violencia desatada y por escandalizar a nuestros jóvenes. Perdón, a nivel social, por no haber reaccionado contra una forma de educación que hace del hombre el martillo pilón, y de la mujer la víctima. Perdón, a nivel político, porque tanta “pose” de feminismo ha sido una banalidad de niño bonito, un escaño o un sillón de quienes detentan el poder y del macho alfa del grupito.
Ojalá no nos llegue tanto odio acumulado. Como el de aquella mujer a la que dieron “la buena noticia” de que a su marido le conmutaban la pena de muerte por la de prisión. La pobre, que ya se veía esperando de por vida al “matón” no pudo menos que decir: ─ Aquí la condenada soy yo.
 

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