13 de noviembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El vals de los dulces sueños realizados
Pasan las horas a velocidad de relámpago. Hace unos días se estrenaba la Primavera en El Corte Inglés, y hoy luce ya en los escaparates la campaña del mantecado. En algunas ciudades, incluso, los adornos de Navidad gritan con fervor a los cuatro vientos que la crisis es sólo una ilusión óptica.
Tanta alegría nos contagian los propios interesados que me da que ya debería de ir pensando en optar entre los cavas extremeños, el vino de Villaviciosa, o los mostos del Condado.
Este año hay un Rey nuevo. Y preferiría pensar en la canción (“Si tu madre quiere un rey/ la baraja tiene cuatro…”), que en el discurso de Navidad que se repite cada año.
Y tras la Navidad, los Reyes… Y la pregunta del siglo: ¿Y qué nos traerán los Reyes este próximo año?
─ ¡Pues lo de siempre! Pañuelos, colonia… ¿qué otra cosa habrían de traer?
Ya. A algunos, su paquetito de caramelos; a otros, mucha imaginación; y a los más, una gran dosis de frustración y de nostalgia del pasado…
Hay días con olor a nardo que transcurren con la cándida placidez con que se mojan los niños de baba, o con la que se derrama la resina olorosa de un pino; y días de tensa vigilia en que los espejos trascienden su imagen y una leve irisación de luz repercute en nuestras vidas cual fragmento de metralla, cual fúlgida explosión de grisú.
Y es en uno de esos tremendos días cuando el alma pone trabas a cualquier fórmula o ecuación que no esté resuelta en caricias, en besos, en abrazos, o en una sentida expresión de amor.
¿De qué le sirve el trino a un pajarillo herido; de qué la música, los aspavientos, el dolorido sentir… si ya no podrá volar? ¿De qué sirve al topo el verde colorido de un prado si, encerrado en una mina, necesita del aire para poder respirar? ¿De qué a los hombres las palabras si no son ellas su paraíso, si no el instrumento de su esclavitud?
Si fuéramos tan amigos que supiera hablarle “en plata” a la gente de mi pueblo les diría que los Reyes de aquel año me trajeron tres palabras nada más: Pájaro, baile y paisano. Tres heridas que aún estallan entre mis labios.
El pájaro era una abubilla. La trajo mi padre del campo. Me dio tiempo de admirar su belleza y su salvaje colorido. Después, para que nunca se fuese, la dejó volar en suaves aleteos de mariposa.
El baile, un bello espectáculo en el que lucían, con arte, mis mayores ─ en las veladas del Casino en el Llano, en la calle de mi tío Miguel Merelo,...─, y que debería ser la única asignatura obligatoria en la LOGSE, en la ESO, en el Geriátrico, y en cualquier Universidad.
Que lo primero que aprendiéramos todos fuera a fundirnos en un abrazo, a sentir la música como un don del cielo, un ejercicio de la gracia, o un regalo gratuito de algún dios. Que se establecieran conexiones y lazos que echaran al suelo nuestros muretes adosados, y que pusieran los dientes largos a ese Gran Hermano vestido de colorines, a esa mala copia de payaso en que la oferta y la demanda han convertido la política.
El paisano es un retrato desgastado que aún conservo en mi desván. Representa a un minero sentado a la puerta de una casa en una silla de anea. Lee, erguido y resignado, una novela del Oeste mientras recibe el cálido abrazo de los últimos rayos de sol:
─ ¡Buenas tardes, señor Lucas!
Deja la lectura a un lado, ilumina su cara, recompone las arrugas, y se apresura a responder para saludar a ese niño que, posiblemente, le recuerda mucho a él.
Durante unos segundos el hombre, de aspecto umbrío, se reconcilia con aquella sociedad que le niega hasta el saludo; que durante décadas le robó la dulce caricia del aire; que nunca le había permitido ensayar el vuelo alegre de un pájaro; la ternura de un abrazo o el perfume de una flor.
Porque el silencio de Lucas es la actitud de rebeldía de quien no se resigna a vivir como esclavo; de quien niega la palabra al negrero para no contaminarla; de quien, en un rasgo de dignidad, se retira de la escena del crimen como un animal herido, como un árbol silencioso, como una humilde flor.
Hay que cantar heroicamente la esperanza de Lucas, de los pueblos mineros, de los hombres árboles empapados de ternura y revestidos de corteza en el exterior. Cantar sin mirar con recelo hacia atrás. Sin alzar nunca los brazos.
Hay que volver a pensar en voz alta; aunque tu cuello erguido se exponga a que alguien lo derribe de un injusto garrotazo.
Deberíamos declinar, diariamente, las palabras justicia, rebeldía, dignidad…, tan alejadas ya de nuestro vocabulario cotidiano.
Nos espera, escondido tras las sombras, todo un tiempo de promesas en el que, cogidos de la mano nos dispongamos a bailar, y mejor si lo hacemos junto al Quiosco del Llano, el vals de “Los dulces sueños realizados”.