26 de febrero de 2023 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Estimado semejante...
─ “Poned atención: / Un corazón solitario / no es un corazón”
Descansar en un banquito de la Plaza del Museo de Sevilla, y contemplar el azul a través del celaje de sus jacarandas, de su magnolio, y de sus ficus, es todo un regalo para los sentidos; pero pasar al interior del antiguo Convento de la Merced, es el mejor legado que la ciudad puede ofrecer a sus hijos.
De la mano de May Molina un grupo de amigos nos adentramos ayer, como Periquillo por su casa, por aquellos patios de sugerentes nombres ─el de los bojes, el del aljibe… ─, decorados con motivos ornamentales como la magnífica colección de azulejos sevillanos procedentes de la desamortización de antiguos conventos ─ hasta alcanzar nuestro objetivo: las salas XII, XIII, y XIV, dedicadas a la pintura sevillana de los siglos XIX y XX.
Si preciosos son los óleos, y esculturas, más interesantes aún los hace su diferente temática, el detalle, la explicación oportuna, y el estilo de cada autor, que componen en cada obra un universo único.
Todo un compendio de experiencia, de sabiduría, y de sensibilidad, que por espacio de unas horas el visitante tiene la posibilidad de compartir con un guía nada imparcial, ni frío; una persona capaz de analizar aquellos aspectos en los que la sociedad de ese tiempo se mira: la necesidad de aparentar de los de arriba, el servilismo de los de abajo, el ansia de notoriedad de los de en medio, y el cainismo de todos, que se extiende como una mancha de tinta. Y es que el arte no es un mero trampantojo, sino reflejo de la realidad, fluir continuo del río de la vida…
Particularmente a un servidor le atrae en este caso la figura de la mujer, escenificada en mil presencias: “La Santera” de Manuel González, “Las Cigarreras” de Gonzalo de Bilbao, “Malvaloca” de José García Ramos, la “Sevillana en su patio”, de Diego López, o “La pescadora”, de Rafael Senet, entre otros.
Mujeres trabajadoras y humildes, agarradas a su niño, mientras charlan animadamente en un receso del trabajo; mujeres amantes, creyentes, festivas; mujeres que, cual diosas de la mitología, dedican su tiempo al baño, o la toilette. Mujeres de siempre, que nos atrapan con su belleza, y nos guían con su sola presencia.
La ciudad es un organismo vivo que nunca deja de crecer; y el museo, un libro iluminado que condensa en mil imágenes los distintos conceptos de belleza que vienen rodando desde las cuevas de Altamira hasta nuestros días.
Todo un tratado de Sociología que va más allá del papel que tradicionalmente la sociedad nos asigna: el hombre, aplicado al trabajo, al trato, a la guerra, y a los intríngulis del foro y del poder,…; y la mujer, dedicada en cuerpo y alma a la atención del hogar, y al cuidado de los suyos.
Que la mujer actual no es así, ni pasea por la calle con la navaja en la media como Merimée la trajo al mundo, es algo que nadie duda; pero el valor y la pasión de la monja alférez no es una escena de folletín, como se quiere vender. Ver la expresión de dolor en “Los celos”, el lienzo de Julio Romero de Torres, es tanto como leer la quinta carta de amor de Mariana Alcoforado ─monja de clausura del convento de la Concepción, de Beja─, al oficial del ejército francés que se burla de su amor:
─ “Si después que te fuiste de Portugal hubiese yo tenido algunas pruebas de tu amor, me habría aventurado a salir de aquí, disfrazada, para reunirme contigo.
(…) Con excesiva candidez me acostumbré desde un principio a una gran pasión, sin meditar que para ser amada es necesario artificio.
Es preciso buscar con astucia los medios de enardecer: el amor, por sí solo, no llama al amor.
(…) Era joven, era crédula, me tenían desde la infancia encerrada en este convento. Aquí no había visto más que gente desagradable, jamás había oído los galanteos que tú insistentemente me dirigías, me parecía deberte los atractivos y la belleza que asegurabas admirar en mí, haciéndomelos conocer; se te tenía por hombre de bien; todos me hablaban y me predisponían en tu favor; y tú hacías lo posible por despertar mi amor”.
***
“Bien mirado, vale más un perro ladrando que un hombre mintiendo”, escribe el madrileño Juan Bautista Amorós, conocido por el seudónimo de “Silverio Lanza”.
Y cierto es que tomar el nombre de nuestro prójimo en vano cuando menos es un robo, una mentira, o una flagrante pérdida de identidad.
Hace tan solo unos días, en una radio local, hablaba un señor mayor que definía su relato como el de un hombre de izquierdas. Con voz reposada y grave preguntaba a su entrevistado sobre el “Módulo Azul”, y la función de "teatro" que, concluida fase de elaboración, estaba a punto de estrenarse.
Mi sorpresa fue que el referido entrevistador se refería a " nosotras", como alguien habituado a usar el género femenino.
“¿Se referiría a sí mismo como “persona”?, pensé. “O a este señor se le fue la pinza, o tal vez se trate de una forma globalizadora aceptada por la R.A.E.”, me dije a mí mismo.
Lo gracioso es que a su interlocutor le dio por imitar la prédica, en lugar de continuar en su línea discursiva.
La caricatura, dicen, es una metonimia que consiste en llamar a una parte con todo, o bien con el nombre de otra; de exagerar el detalle hasta el retorcimiento; de metamorfosear un Adonis en un verdadero adefesio.
Las mentiras del sistema en la voz de la abuela de Caperucita son mentiras doblemente peligrosas.
Y ante tamaña simpleza poco más se puede hacer que no sea reírse, y traer a colación aquella simpática anécdota que D. Benito Pérez Galdós le cuenta al “Bachiller Corchuelo”, referida a las cartas que recibe de un correligionario republicano que, de tanto en tanto, le pide dinero:
─ “No hace mucho recibí una, en la que su autor, considerando poco democráticos los cumplimientos, empezaba así: Estimado semejante; y acababa diciendo: Su afectísimo semejante, Fulano”.
Algo parecido, y tan fuera de tono, deberá parecer tan desafinado paternalismo a personajes de la talla de la activista somalí Ayaan Hirsi Ali:
─ “Míreme a mí. Bajo un enfoque identitario yo soy un compendio de minorías: mujer, negra, musulmana. Pero no. Yo soy mucho más que todo eso. Soy un individuo. Una ciudadana. Y sobre todo no soy una víctima. Tengo libertad y responsabilidad”.
Y termino esta reflexión de carácter socio─ lingüístico con unas palabras que tomé prestadas del genial aragonés Ramón J. Sender:
“La razón que justifica esta tarea de escribir es la necesidad de definir el mal (…) y hacerlo patente en la conciencia de todos. Tal vez un día aprendamos a atenuarlo ya que no a suprimirlo. Pero naturalmente con la verdad. Una de las pocas raíces del mal está en la proclamación y divulgación de falsas verdades. Es decir, en la creación de mitos malignos capaces de confundir las mentes y descarriarnos a todos en nuestra conducta de cada día”.