19 de febrero de 2023 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Genio y figura. El escultor Julio Antonio
─ “Julio Antonio fue uno de los muy raros artistas que no supo ni solicitar ni envilecerse”. (Margarita Nelken)
Hay un trasfondo mágico en la lengua española que impregna el mensaje de un aroma que va más allá de una primera apreciación; que dinamiza los sentidos, y nos baña de espiritualidad, hasta el punto de hacer de la frase más simple todo un tratado de Angelología.
Es lo que sucede cuando decimos de una persona que tiene “ángel”; cuando utilizamos el término “genio” aplicado a alguien que nos sorprende por sacar a flote un carácter, una forma de reaccionar, o unas capacidades innatas, fiel reflejo de su talento, o legado de familia.
Según una frase atribuida a don Santiago Ramón y Cajal “todo hombre puede ser escultor de su propio cerebro”; una apreciación que conviene a una personalidad tan basta como la del malogrado escultor Antonio Rodríguez Hernández, “Julio Antonio”.
De padre leonés, y madre catalana, nace nuestro hombre en la localidad tarraconense de Mora del Ebro, un 6 febrero de 1889; fallece en Madrid, un 15 de febrero de 1919, a tan solo una semana de cumplirse el trigésimo aniversario de su nacimiento.
Son años que coinciden con la pérdida de nuestras colonias a manos de Estados Unidos; años en los que se hace patente el malestar de la derrota, que la clase media española pretende superar mediante un clamor que viene rodando desde la llamada Revolución de 1868: “¡Regeneración!”; un remedio que consiste en la regeneración de las instituciones, en la recuperación de las virtudes que hicieron grande a la nación, y en la necesidad de un programa que está resumido en un lema: “Escuela, despensa, y siete llaves para el sepulcro del Cid”.
En 1896 la familia de Julio Antonio se traslada a Tarragona. Aquilino Rodríguez, de profesión militar, ha sido llamado a filas para defender a la patria en tan cruciales momentos.
Por un tiempo el joven, su madre, y sus dos hermanas, se trasladarán a Barcelona, y posteriormente a Murcia, buscando el amparo del tío Ricardo, persona de sólida posición social.
La vocación de Julio Antonio, inclinada a las Bellas Artes, no ha dejado de crecer. Primero, en el Ateneo Obrero de Tarragona, bajo el magisterio de Mariano Pedrol; luego después, bajo la dirección de otros docentes.
En 1907 una beca de la Diputación de Tarragona le permitirá estudiar en Madrid, y trabajar en el taller del escultor Miguel Blay, un hombre noble que, pasado un tiempo confesará a Lucía, la madre de su alumno, que ya nada tiene que enseñarle que él no sepa.
En un Madrid en expansión, su vitalidad juvenil, su aspecto agitanado, su afición a la guitarra, y su pasión por el flamenco, llevarían al joven a declararse andaluz, y a pasar “de claro en claro” muchas noches de bohemia. Como refiere el doctor Marañón, la de Julio Antonio es una personalidad que concita la atención de las mujeres. Una «vida absurda a propósito para consumirse», como apunta Francisco Pérez de Ayala.
Son tiempos de una febril actividad, pero también de penuria y privaciones, que el artista vivió en un taller de la calle Villanueva, compartiendo espacio con el pintor Miguel Viladrich.
De nuevo quiere el azar que, a raíz de un Concurso celebrado por la Diputación de Tarragona, obtenga una beca que le permita pasar una estancia de tres meses en Italia, en compañía de su madre; disfrutar de la enseñanza que le brindan los museos de Florencia, Roma y Nápoles; y sacar provecho a las lecciones que desde sus obras le dictan sus admirados Donatello, y Miguel Ángel.
Y ya de vuelta a España se hará obligada una visita al museo del Louvre, en París; para, con posterioridad, instalarse en Almadén, a la sombra de su tío, donde empezarán a cobrar vida los Bustos de “La Raza”, una serie de esculturas en las que se hace evidente el espíritu regeneracionista de su autor, a tono con la llamada “Generación del 98”.
María, la gitana ─”María, la negra, querida que fue del Pernales” según reza en la base del busto─; El minero de Almadén, La Minera de Puertollano, El ventero de Peñalsordo, serán parte de esa larga lista:
─ “También trae visiones moras de Córdoba, y en sus pupilas, además, la trágica resignación de la gente que baja cada día a agonizar un poco en las minas”, escribe José Francés, en las páginas de “La Esfera”.
En algunos de estos bronces se proyectan las líneas maestras con las que Federico García Lorca compondrá esas imágenes poéticas contenidas en su “Romancero Gitano”, que en sí solas valen por toda una obra de teatro:
─ “Y la sábana impecable, / de duro acento romano,
daba equilibrio a la muerte / con las rectas de sus paños”.
Entre 1911 y 1916 tendrá lugar la realización del Monumento a los Héroes de Tarragona, una obra que los tarraconenses consideraron inmoral en su día, y falta de sentido histórico, hasta el punto de tener que esperar doce años para su colocación, y una vez fallecido su autor; y eso gracias a que desde la tribuna de “El Sol”, el periodista Tomás Borrás propondrá decididamente que la escultura se ponga en Madrid, conquistando de este modo el favor de los discrepantes.
Ya en 1911 la enfermedad llama a la puerta de aquel joven, como apunta Marañón. En ese tiempo vivía, según el doctor, en una caseta de madera, situada en un desmonte de la calle Alberto Lista, que compartía con el caricaturista Luis Bagaría, casado, y con 5 de familia.
Comenta don Gregorio que una Nochebuena les llevó un pavo que le había regalado un paciente para que pudieran cenar. Y no se les ocurrió otra cosa que amaestrar al animal para ensayar unos lances.
Por las noches nuestro hombre solía asistir a las tertulias del Pombo, a Fornos, y a “Los Gabrieles”, donde amén de presumir de andaluz, se abrazaba a su guitarra y daba rienda suelta a aquel pellizco.
Ya de mañana las caricias del barro acaparaban su atención, mientras en el gramófono sonaba una canción de “La Niña de los Peines”; una tarea de la que sólo le sacaba algún pequeño desencuentro, como en aquella ocasión en que una novia se presentó a pedirle explicaciones con una pistola en la mano; al escultor no se le ocurrió otra salida que meterse en el interior de una estatua de barro, con la mala fortuna de que aquélla se le vino abajo.
Tal es la suerte del escultor, plasmar ciento y una ideas en barro, y verlas caer después como un castillo de naipes.
Como el colosal busto de Wagner, un encargo del embajador alemán en España, que había de instalarse en el Parque del Oeste, pero que, por circunstancias, quedó relegado al olvido.
Como el monumento al torero Lagartijo, frustrado por falta de dinero.
O como el Mausoleo al niño Alberto Lemonier, un encargo que le hicieron en Valencia, donde el artista se instaló al calor de la familia, y donde fallece su progenitor. Un hermoso monumento fúnebre, con sendas figuras en mármol, y en bronce, que en el año de la muerte de Julio Antonio se expone en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Será Margarita Lea Nelken y Mansberger, cinco años más joven que el artista catalán, y con quien al parecer éste tuvo una hija en común, quien, un jueves, 6 de febrero de 1919, cumpleaños del artista, escriba una oportunísima crítica, ponderando la obra de arte.
En el artículo, que ve la luz en las páginas de “El Fígaro”, la madrileña apunta los sentimientos contenidos en la producción escultórica de Julio Antonio, “el que a través de la influencia de su origen tarraconense remonta hasta el más puro aticismo, y el sentimiento que a través de las catedrales y de nuestro arte medieval. Busca su fuente en las entrañas mismas de Castilla”.
Termina el artículo con una encendida alabanza:
─ “Julio Antonio se afirma categóricamente, no como un gran escultor español, sino como el escultor español por excelencia, el que ha de reunir por sí solo todo el espíritu que debe ser el de la escuela española”.
Por desgracia en esas fechas Julio Antonio ya se encuentra en el sanatorio “Villa Luz” del Dr. D. Antonio García Tapia, afectado de una meningitis tuberculosa. Alrededor de su lecho, su madre, su hermana, y aquellos amigos que tanto afecto le dispensaron: los Pérez de Ayala, Marañón, Bagaría...
─ “Cuando murió ─ escribe Margarita Nelken ─ no hubo periódico ni revista que no le llorase como a una gloria incomparable; pero necesitó morir (…) para que la palabra gloria se asociase a su nombre”.