2 de febrero de 2023 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Las golondrinas de Bécquer
─ “La belleza es la expresión estética del amor”. (Limpsay Kemp)
Desde el puente de Isabel II hasta el del Patrocinio se extiende el Paseo de la O, un espacio peatonal, a orillas del río, en el que el viandante puede disfrutar de la estampa que ofrece el Guadalquivir a su paso por Triana.
Entre los alicientes que nos brinda un garbeo por allí están la maravillosa perspectiva con la que se nos muestra el puente de Isabel II─ Monumento Histórico Nacional, y principal símbolo del barrio─, los vestigios del castillo de San Jorge ─ transformado actualmente en mercado de abastos─, la gracia luminosa del Callejón de la Inquisición y, más recientemente, la presencia de un mural con el que Ana Langehelt rinde homenaje a los hermanos Bécquer: Valeriano, y Gustavo Adolfo.
Con la singularidad artística del mensaje, y la sensibilidad de un buen lector, esta licenciada en Bellas Artes prestigia el nombre de su ciudad homenajeando a estos ilustres mediante la representación de dos golondrinas posadas sobre sendas varas de espino, entre las que se interpone la imagen de un corazón lacerado, simbolizando la muerte, el dolor, la pasión, el paso del tiempo, el amor…
─ “Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres…
¡ésas… no volverán!”
Es de suponer que en sus años de estudiante en la Facultad de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría la vecindad con la cripta de la iglesia de la Anunciación, donde se alza el Panteón de Sevillanos Ilustres, animara a la joven a visitar “El Ángel de los Recuerdos”, una escultura en mármol de un ángel que, con el libro de las Rimas en una mano, vela el sueño de los Bécquer.
La leyenda dice que las golondrinas son aves sagradas que libraron a Cristo de su corona de espinas. De la misma opinión es mi amiga Esperanza, una vieja conocida que me refirió que, pasados los fríos de enero, su padre solía abrir las ventanas de la buhardilla de su casa para que anidaran allí.
Que “no hay compañía en el mayor aprieto como la de un gran corazón”, que alguien dijo, y que en ocasiones confirman los hechos; como en el caso de Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, persona de pocos amigos, pero de una lealtad tan notable que aparentan ser multitud.
A la media hora de aquel 22 de diciembre, jueves, en el que la luz que irradiaba el poeta se extinguió, en la capital del Betis hubo un eclipse total de sol.
Al día siguiente sus amigos, los Rodríguez Correa, Campillo, Ferrán, y Casado de Alisal, se reunieron en la casa de este último, para publicar sus obras como el más cálido de los homenajes.
Tampoco les fueron a la zaga los fervientes sevillanos que en el cincuenta aniversario del nacimiento de Gustavo Adolfo tuvieron el feliz acuerdo de levantar una cruz de mármol, según el deseo expresado por el escritor, en la zona de La Barqueta.
Para allegar el dinero necesario para levantar el cenotafio, que había de llevar a buen término el escultor Antonio Susillo, un nutrido grupo de artistas ─ los José Gestoso, Joaquín Guichot, Mercedes de Velilla, Narciso Campillo, Amante Laffón, García Ramos, y Cabral Bejarano, entre otros─ participaría en la edición de un nº extraordinario dedicado a Gustavo Adolfo, y que “La Ilustración Artística de Barcelona” dio a la luz.
Entre esas voces amigas, la de Mercedes de Velilla ─ “La violeta del Betis”, o “La musa del dolor”, como la llamó Luis Montoto─ , una poetisa de clara vocación becqueriana que a la tierna edad de diez años ya leía sus versos, a quien la vida no escatimó toda clase de golpes, condenándola incluso a morir de inanición, según refiere el crítico Mario Méndez Bejarano en la nota biográfica número 2.784 de su “Diccionario de escritores, maestros y oradores naturales de Sevilla y su actual provincia”:
─ “En la margen del Betis murmurante,
donde expira, entre flores, la onda inquieta,
en monumento digno del poeta,
su hermosa estatua se alzará triunfante.
El sol le ofrecerá nimbo radiante;
sus perfumes, la rosa y la violeta;
la aurora, el beso de su luz discreta;
el crepúsculo, brisa refrescante.
Traerá la noche espíritus y hadas,
visiones de leyendas peregrinas
que poblarán las verdes enramadas.
La alondra y las oscuras golondrinas
cantarán, al lucir las alboradas,
las Rimas inmortales y divinas”.
Y no acaba aquí la admiración de sus conciudadanos hacia la figura y la obra del poeta de San Lorenzo.
En 1911, y gracias a la generosidad de los hermanos Álvarez Quintero, que destinaron los derechos de autor de “La rima eterna” para sufragar los gastos, pudo erigirse un monumento a G. A. Bécquer en una de las glorietas del Parque de María Luisa. La escultura nació de manos del marchenero Lorenzo Collaut Valera.
Y un 9 de abril de 1913 desde la Sacramental de San Lorenzo hasta Atocha, y de allí a Plaza de Armas, y a la Iglesia de la Anunciación, se procedería al traslado de los restos mortales de los hermanos Bécquer.
De llevar todos estos trámites a efecto serán artífices los Chaves y Rey, Rodríguez Marín. Felipe Pérez, el Conde de Casa Segovia; y muy particularmente José Gestoso y Pérez, renombrado arqueólogo, ceramista, e historiador, implicado en el tema desde muchos años atrás, a quien se debe la ornamentación de la carroza fúnebre, y el diseño del “Ángel de los Recuerdos”, obra llevada a término por el escultor Eduardo Muñoz.
─ “La alondra y las oscuras golondrinas
cantarán, al lucir las alboradas,
las Rimas inmortales y divinas”.