21 de diciembre de 2022 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Belenes
─ “Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida”
El nacimiento y la muerte son los pilares que marcan los dos grandes ciclos del Cristianismo; y el amor, la piedra angular, el diapasón que da tono a los acordes de un ideario, perseguido en sus inicios por judíos y romanos, hasta que el emperador Constantino lo elevó al mismo rango que las restantes doctrinas:
─ “Por egoísta que quiera suponerse al hombre ─ subrayaba el filósofo Adam Smith ─, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que le hacen interesarse por la suerte de los otros de tal modo que la felicidad de estos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla”.
Sucedió en Greccio, población italiana del Lacio, que en la Nochebuena de 1223 San Francisco de Asís, acompañado de los ermitaños de la zona, de sus frailes, y de la gente del pueblo, celebrara una misa para conmemorar la llegada del Mesías. Junto al altar, un pesebre, un asno, y un buey, simbolizaban la humildad, la indómita fuerza del débil, como demostró en su día Mahatma Ghandi, y como Dostoievski anotara en sus escritos:
─ En el mundo sólo existe una persona positivamente buena: Cristo. De modo que la aparición de este hombre desmesurada, ilimitadamente bueno ya es de por sí un milagro ilimitado.
De entonces acá, y de eso hace ya la friolera de ocho siglos, la Humanidad se asoma cada año al mismo escenario para contemplar el gesto dulce de un niño, en un decorado cambiante con aroma de otro tiempo:
─ Todo empezó ayer.
Desde el mundo roto/ entre los grandes ríos,
convertido en fangal el paraíso.
Perdido Adán entre tanta/ catarata de neón/ y tanta discoteca.
Canosa Eva, / tanto invierno en su mano/ dorando la manzana.
Sucedió ayer.
Alguien miró al cielo/ y preguntó.
Y nació entera la Esperanza...
Una escenografía adaptable a cualquier lugar y situación, virtual o real, y a tono con la gran variedad de materiales, los distintos gustos, las escuelas y estilos, e incluso con la incorporación de nuevos personajes; pero en el fondo el mensaje sigue siendo el mismo…
Un panorama bucólico, una ambientación entrañable y familiar, una mirada expectante, y una posición de los brazos amable y liberadora, que dan pie a la esperanza, y encienden la fe del que mira.
El resplandor de una estrella que ilumina nuestras vidas. Una estrella de ocho puntas ─ el octograma de los sumerios, símbolo de la divinidad ─ susceptible de ser transformada por intereses bastardos en “catarata de neón”, en instrumento de manipulación, o en la “manzana” de la discordia a la que alude el villancico.
Un diorama ante el cual afloran emociones, se entonan “canciones de villanos”, se pondera lo vivido, y retoña con vigor nuestro espíritu de niño:
─ Yo tengo mi belén, mi nacimiento vivo,
formado de recuerdos y sonrisas
que me fueron dejando/ hombres que son felices
sin nada más saber que la palabra amigo.
Es el punto de vista que desarrolla el amigo Isaac Prieto en tan hermoso villancico; el que proyecta el cineasta Jaime Armiñán en "Mi general", una de esas películas que plantea en tono amable y profundo un tema de siempre: la imposición político- social que fuerza a individuos y colectivos a adaptarse a los nuevos tiempos, a pasar por las horcas caudinas de la distinta moral, de los variados usos, y los diferentes fines que constituyen el espíritu de cada época, de cada grupo humano, y de cada individuo…
Todos sentimos la necesidad de creer; y habrá quien acuda a las páginas de un periódico para confirmar sus creencias, quien tenga una venda en los ojos, o quien necesite ver, y meter el dedo en la llaga hasta mancharlo de sangre.
Los objetos se deterioran, las personas envejecen, el espejo donde nos miramos se rompe, y todos cambiamos de aspecto y manera de ser; incluso las verdades de antaño dejaron de ser cosa cierta; sin embargo no merma un ápice nuestra afinidad, ni el grado de comunión hacia ellas, cualesquiera que sean las razones ni circunstancias en que nos ponga la vida.
Es lo mejor del belén que cada día atesora una figurita nueva.
Esta mañana, sin ir más lejos, el autobús semejaba ser un espacio más acogedor que otros días.
A los pocos segundos de pasar al interior el pasajero ya tenía la impresión de estar en una sala de fiesta.
En el primero de los asientos, y a solo un paso de la cabina del conductor, una joven con síndrome de Down ponía caras, exprimía gestos, acompañaba la melodía con su voz, se derramaba por los límites de su asiento, y dibujaba expresiones de manos para una hermosa canción que llegaba al corazón como un disco dedicado.
Por lo general pocas personas se quejan si en su papel de espectador ven la carita de un ángel iluminada por la emoción, que aplaude, que se mueve con alegría, y que lanza besos y christmas a un imaginario interlocutor.
Por prudencia ninguno de los presentes se atrevió a hacer coro, pero cuando la joven se levantó para irse, todos miraban al cielo con afecto, y daban palmas al aire con las orejas, como expresión de contento.
En la trasera del autobús, en animada conversación, dos jóvenes de corta edad transitaban con paso alegre por el camino de los sueños.
Confesaba el mayor que a menudo se despertaba en la noche evocando en un interrumpido duermevela la figura de su progenitor, de quien antes de fallecer había recibido el encargo de proteger a la familia. Su ilusión sería comprarle una casa a su madre, ¡pobrecilla!, para compensar en parte las penalidades sufridas.
Como la lechera del cuento, nuestro joven pensaba ingresar en un Centro de Protección de Menores, que probablemente sería incluso un buen hotel, como punto de partida.
En la estación de autobuses esperaba una señora de mediana edad, acompañada de un perrito de lanas.
En comunión amigable marcharon los tres, entre un metálico ruido de maletas.
Un año más, y de eso hace ya la friolera de ocho siglos, desde el otro lado del cristal la esperanzada mirada de un niño nos observa:
─ Harapito de desnudeces, / zarabanda de mi corazón,
Los pastores tañen los panderos, / que esta noche te velaré yo.