17 de abril de 2022 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Pasión
─ “Cantar del pueblo andaluz/ Que todas las primaveras/ Anda pidiendo escaleras/ Para subir a la cruz”
Madrugada de Jueves Santo. Las manecillas del reloj de la torre marcan las siete en punto de la mañana.
Un claro de luna se extiende por la explanada. La luna de Parasceve que guió hacia la libertad al pueblo de Israel es la misma que encaminó hasta aquí a toda una multitud de fieles, emocionada y silenciosa.
Por la calle Martínez Montañés, la imagen del Gran Poder discurre hacia su Calvario, haciendo su entrada en la plaza de San Lorenzo.
Acompaña sus pasos una saeta, una flecha disparada al corazón de los creyentes, que un aficionado echó al vuelo.
─“Sevilla es una torre/ llena de arqueros finos”, prorrumpió con embeleso el poeta de Granada.
Silencio…
En la esquina con Conde de Barajas, un jovencísimo espectador, víctima de un repentino mareo, concita la atención de un grupo de fieles. De inmediato una chica se ofrece a atenderle. A su alrededor se hace un hueco que permite el paso del aire vivificante.
Es la mano de Dios, que plantea infinitos misterios, y se muestra en todo aquello que el hombre hace:
─ “¡La belleza es cosa terrible y espantosa! Es terrible debido a que jamás podremos comprenderla, ya que Dios sólo interrogantes nos plantea. En el seno de la belleza, las dos riberas se juntan y todas las contradicciones coinciden”.
El Cristo de Juan de Mesa, todo vigor y armonía, no es un ente de ficción como algunos quieren ver, ni un trofeo que un turista atrapó en su cámara de fotos, ni un trozo de madera de cedro: es el espíritu redivivo de un pueblo que se ve reflejado en él, como revela la experiencia de que nos hizo partícipes un escritor surrealista:
─ “Un día me sucedió que percibí sin más la existencia de un vidrio intercalada entre los demás y yo ─ escribía Juan Larrea─ (…) mi vista llegó a englobar la unidad conjunta. Y vi que no había sino un hombre, uno solo, habiendo todos los demás desaparecido. Un hombre que no había visto anteriormente, y comprendí que debía de tratarse de mí mismo”.
El sevillano es un tipo que se mueve en la bulla como pez en bandada, o como estornino en pleno vuelo; que sabe expresarse en silencio cuando las circunstancias lo exigen: bien para significar devoción, o para manifestar desapego.
Que en este tiempo de pasión se sueña a sí mismo, a la sombra de su edén que alguien calificó como “La Ciudad de la Gracia”; que anhela perfumes de azahar, y que borra de sus anotaciones los renglones torcidos, los ruidos, y las prisas, para buscar su camino, que es una senda de amor, de pasión, y de fe; un tesoro que no regala la O.N.C.E., y que quien tiene, reparte a manos llenas.
A toda velocidad pasa el tren que nos arrastra en su huida. Atrás quedaron los postes de la luz, los árboles, los edificios, los pueblos, los familiares, y los amigos que no volveremos a ver, y cuya imagen endulza el brillo de nuestras retinas.
Como tela de araña que cuelga en el aire, un hilo invisible nos une, y nos hace partícipes de un antes, y de un después: “el que quedará en pie cuando yo/ muera”, de que habló Juan Ramón Jiménez en su poema “Eternidades”
Una forma de vida así es una pasión desbordante, una sensibilidad puesta en pie que no se reduce a un simple “programa de calle”, donde se da cuenta con precisión de cada una de las Hermandades, de los pasos, de las imágenes, de los nazarenos, y de los mil y un detalles que conforman el manual del “capillita”, como algunos quieren ver.
Norberto, Carmelo, Antonio, Ángel, Elena, o León,… son esa clase de gente que busca dar cauce a su fe; un camino abierto a sus ansias de ver, bien como colaboradores en África, como médicos en las selvas de Perú; como auxilio de amigos enfermos, o simplemente rezando por los demás, en la soledad de un claustro; gente que a diario se mueve en situaciones de precariedad, e incómodas para otros, por espacios de libertad donde es estúpido presumir de un lenguaje tan empalagoso como el de “lo políticamente correcto”.
Que como diría Benedetti: “Si el corazón/ se aburre de querer/ para qué sirve”. ¿Para disimular lo que somos?
Que no todo se reduce a prescribir recetas; a sacarse de la manga fórmulas magistrales, que a la hora de la verdad no sirven; o a enunciar “verdades” molestas, como la que tuvo por destinatario a Alejandro Dumas, padre, a quien el galeno condenó a la exclusión, tras un minucioso examen médico, al tiempo de preguntarle si tenía deseos aún de ver a alguna otra persona.
─ “Sí; a otro médico”, contestó el escritor, haciendo gala de su flema.
Hace tan solo unos días una amiga que es pintora me regaló un dibujo que aún está inédito. Lo titula "La Pasión", y es una muestra de arte abstracto en la que se aplica la técnica del acrílico y el rotulador sobre papel.
El tema que trata en él es la Semana Santa; la pasión, que como ella dice, es la fuerza que todo lo mueve, y sin la que se hace imposible vivir.
Las personas, en nuestro día a día, somos como mariposas disecadas, y clavadas con alfileres sobre una base de cartón. Que si nadie nos quiere la vida es un clavo; una espina que duele a víctimas y asesinos; a personas prominentes, y a individuos del montón.
Nuestra pasión es un quiero y no puedo; un problema de comunicación que nos lleva de una parte parte a buscar la luz, y de otra, a desear el reposo, y la umbría quietud de una bodega, como los buenos vinos.
Así de contradictorios somos.
Por eso nunca está de más reconocer la misma pasión y brío, e idénticas lagunas, en la gente que nos rodea, y que nos muestra su aprecio.
Brindemos con buenas palabras, y buenas maneras, con quienes, como Penélope, se esfuerzan en tejer y destejer su propia historia.
Y pidamos al Cielo que nunca nos falten.
(Nota: El dibujo que se incluye es obra de María de los Ángeles Molina, “May” para los amigos).