5 de abril de 2022 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Aniversario
─ “Todos los perfumes evaporados tienen un nombre: Melancolía”
La noticia se extendió como reguero de pólvora. ¿Se sabe quién la divulgó? Tal vez el canto del mirlo, el cuchicheo de la perdiz, el parloteo de la cotorra, o el arrullo de la tórtola. Probablemente llegase en alas de una paloma, o en el pico de un colibrí. Se busca al culpable.
A un servidor tan sorprendente primicia se la comunicó el amigo Montoro; a Montoro se la notificó Emilio; yo se la transmití a Lina; a Lina se la pasaron en vídeo; y así, rodando, rodando, todo fue ajustándose a un fin: el de anunciar a los cuatro vientos que Doña Felisa Barragán había alcanzado la cima de sus fecundos cien años.
Habrá que creer en el destino, como apuntaba un inglés:
─ “No pronto, pero siempre con certeza, hallan las maravillas quienes en su busca van, pues el Amor, completando la labor del Destino, descorre el velo de los valores ocultos”
Doña Felisa, según el pueblo proclama, fue el “alma mater” de una academia de renombre, encargada de impartir las asignaturas de Magisterio, y otras muchas que facultaban para la obtención del grado de Bachiller Superior.
Junto a ella, aplicadas a los remos, la presencia estelar de Doña Felisa madre, y Doña María Luisa Díaz─ Villaseñor. ¡Qué tres velas para un barco!
“¡Cuántos siglos para crear una apariencia de movimiento!” escribía el parisino Gauguin, subrayando en letras cursivas lo de “apariencia de movimiento”. Y es que la educación no es una carrera de obstáculos, como la política; consiste en formar al individuo en conocimientos y actitudes; lo que debiera excluir de antemano cualquier tipo de deformación, o “sesgo”, que hoy es marca de la casa.
Si habrán cambiado las costumbres que hoy la filosofía es una entelequia poco adecuada para “wasapear”; y los expedientes académicos se transcriben con letra indeleble, para disimular manchas de tinta.
Pero volvamos a lo que importa: si se tiene el buen acuerdo de reconocer el valor de la excelencia, o de rotular una calle con el nombre de Doña Felisa, entiendo que en este caso no han de agobiarnos las prisas: la prenda de su carácter es tal que nuestra feliz profesora supera en energías a muchos de sus alumnos, ahogados por la incertidumbre, y la fatiga pandémica.
Sólo hay que ver cómo ríe, con qué fuerza bate palmas, con qué elegancia se adorna, y qué pasiones levanta entre sus fervientes admiradores, los benjamines de la casa.
Es increíble la cantidad de afectos que se concentran en una sola persona. Viendo a esta “joven” compartir con los demás se me vienen a la mente mis queridos condiscípulos; Nono, Fuentes, Peñalta, Montoro, Calderón, Moya, Lina, Prieto, Alfonsito, Manolo, Ortega, María del Carmen, María Dolores, y tantos y tantos otros colegiales, hijos de la responsabilidad y el esfuerzo.
Si un fotógrafo colocara su caballete en un rincón de la clase, descubriría de inmediato que seguimos siendo los mismos, aunque con canas y arrugas…
Qué interesantes experiencias valoraríamos hoy día, que en su momento nos parecieron un lastre.
En aquel profesorado lucía una especie de aureola que nos hacía tratarles con el mayor de los respetos, y un distanciamiento que algunos aún no hemos superado.
En ese aspecto los jóvenes de hoy se muestran más abiertos y receptivos; pero no crea usted, que en cualquiera de los casos la procesión va por dentro. ¿O es que algunos de ustedes ha visto la fachada de una iglesia manchada por los grafitis, y la falta de respeto?
La vida nos lleva y nos trae, y lo que ayer era de un color desleído hoy tiene la fuerza de una experiencia única.
Cuando me encuentro "tocado", o “hundido” por “La Luna” ─ que junto a “La Montera” es la calle de los recuerdos─, me agrada ver en mi ordenador los delicados trazos, el colorido, y la sensibilidad de la pintura japonesa: un aporte “subliminal” de aquellos tiempos de “parvulito”.
Me refiero a un álbum de dibujos y postales, con musiquita de fondo incluida, que alguien trajo en su maleta como el mayor de los tesoros; que en el colegio, como en Bellas Artes, como en la vida, aprendemos unos de otros con el método de ensayo y error.
El único mapa viajero que se tenía a mano en aquel tiempo semejaba una piel de toro extendida que colgaba de la pared en contadas ocasiones, y que servía de marco a la foto individual, que dejaba constancia de nuestro paso por la escuela.
Tendría yo seis o siete años, si Mnemosyne no traiciona. Y vaya si me cundió la experiencia. Desde entonces viajo "a dedo" por postales, ilustraciones, dibujos, y caligrafías.
Fue Doña Felisa, madre quien me tomó de la mano para enseñarme a escribir, y para guiar esos trazos que algún ágrafo aplaude, y que me sirven hoy día para endulzar la nostalgia.
Y es que las pequeñas cosas, como las flores y los pajarillos, nos alegran los sentidos sin que apenas valoremos su música y colorido que nos sirven de compaña.
Son sabores de la tierra que alimentan más que unas migas, con guarnición de torreznos, pimientos, sardinas..., y naranjas de Dos Hermanas.
Por eso cuando vi a mi maestra en una foto se me ensancharon los pulmones, y escaparon unas lágrimas de agradecimiento; y es que al conversar con mi gente ─ aunque por desgracia sea en un espacio “virtual”, y no en un banco del Llano─ me viene la consideración de que el tiempo nos sirvió para limar las arrugas.
No es extraño que a los hijos de un lugar les delate una misma emoción, y un característico perfume. Como cuando Charo dice:
─ Durante la pandemia hicimos una escapadita al pueblo. Contratamos un autobús… Una mirada al Peñón, y una vuelta por el Llano… ¡Cuántos recuerdos vividos…!