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4 de noviembre de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Rosa mística

─ “Esta casa de Dios, decid hermanos, / esta casa de Dios, ¿qué guarda dentro?”

Rosa mística
En compañía de su hermano Joaquín, y de algún otro tertuliano de la rebotica de D. Adolfo Almazán, paseaba Antonio Machado por tierras de Jaén.
Desde el asiento de una tartana tirada por mulas viejas el viajero se deleitaba en la contemplación de grandes extensiones de olivos que iba dejando a su paso.
De improviso, y a la vista del caserío, la recia arquitectura del convento de la Misericordia llama la atención de D. Antonio, que ante tamaña visión anota sus reflexiones en un poema cargado de simbolismo, donde contrapone dos ideas, la elevada espiritualidad del ciprés frente a la solidez amurallada del convento, el “basurero”, el “asperón de hierro” que para el sevillano representa la iglesia como institución:

─ “¡Los blancos muros, los cipreses negros! / ¡Agria melancolía /
como asperón de hierro /que raspa el corazón!¡Amurallada/
piedad, erguida en este basurero!.../Esta casa de Dios, decid hermanos,/ esta casa de Dios, ¿qué guarda dentro?”

Se siguen los referidos versos de una pregunta que no requiere contestación, pero que algunos nos habremos hecho alguna vez ante la contemplación de una reja, o de uno de esos muros blancos que invitan a volar a la imaginación: ya sea, para satisfacer la curiosidad que todos llevamos dentro, o como forma de huida, como sucedió con la monja a la que se refiere un delicioso e ingenuo relato que el escritor George Borrow recogió de labios de un anciano sacerdote:

─ “El último caso que recuerdo ocurrió en un convento de Sevilla. Cierta monja tenía la costumbre de salir volando por la ventana del jardín y de revolotear sobre los naranjos”.

***

─ “¿Ave María Purísima?”
─ “Sin pecado es concebida…”

Amanece noviembre, y los campos reverdecen con las primeras gotas de lluvia.
Arropadas de humildad, con sus zapatillas de esparto, y su hábito de estameña, las “Hermanitas de los Pobres” volverán a transitar nuestras calles para sembrar su piedad; sin encendidas palabras, ni falsos pregones, tan solo con la fuerza del ejemplo: pidiendo de puerta a puerta que abramos los corazones a la comprensión, y a la caridad; a desheredados, y menesterosos, dejados de la mano de Dios.
Probablemente compartirán entre ellas los silencios, las visitas al torno, los trabajos de cocina, las labores de ganchillo, el perfume embriagador de sus dulces y pestiños, o el alimento nutricio de sus cantos y oraciones.
A la noche, en medio de la soledad, y echadas sobre un tablón, soñarán con hacerse pequeñas: tan nada, tan nada, como una llama de amor, un acorde musical, o una brisilla marina…

Pero no todo el mundo tiene la misma visión de esa realidad que es el interior de un convento.
En "La hermana San Sulpicio", una obra costumbrista que nada tiene que ver con la desarticulada expresión de un cuadro de Picasso, el escritor ovetense Armando Palacio Valdés consigue desvelarnos una historia amable que sólo sugiere sin atreverse a entrar en profundidades, consiguiendo de este modo que nos interese el retrato que hace de la Sevilla que él conoció; la historia de Gloria Bermúdez, metida a monja por intervención materna, pese a su oposición; o la feliz conclusión de su aventura amorosa con Ceferino Sanjurjo, joven médico gallego.

Para el sacerdote D. José María Blanco White, confesor y director espiritual en un convento sevillano de principios del XIX, e incapaz de disimulos, el relato adquiere una extraordinaria dimensión, y unos tintes oscuros:

─ “De entre todas las víctimas de la Iglesia romana son las monjas las que merecen mayor simpatía”.

Su argumentación, contraria a la Iglesia de Roma, la desarrolla tan heterodoxo clérigo en su libro de memorias, y a raíz de su propia experiencia personal, del conocimiento exhaustivo de los mecanismos de persuasión ─ entre los que sobresale “toda una variada gama de terrores espirituales”─ y de la dolorosa “fe de vida” de sus dos hermanas monjas:

─ “Al acabar el año de noviciado durante el cual las monjas nos ocultaron cuidadosamente los progresos de la enfermedad de mi hermana, mientras que por otro lado la animaban a aumentar el mérito de su sacrificio colaborando a mantenernos engañados, se fijó el día de sus votos perpetuos. (…) Mi pobre hermana empeoraba de día en día, pero su enfermedad era tan lenta como dolorosa. Sus temores religiosos llegaron a ponerla al borde de la locura. Para calmarle estos sentimientos tenía yo que pasar por la frecuente tortura de escucharla en el confesonario, donde le administraba a la pobre víctima los consuelos que ponía a mi disposición la religión a la cual se había ofrecido en cruel sacrificio”.

Nada tiene que ver esta historia con la visión fantasmagórica del Tenorio que cada año recorre nuestros escenarios, o con la ficción sentimental de uno de aquellos folletines radiados ─del estilo de “Ama Rosa”─, patrocinados por la leche condensada “La Lechera”.
La del P. Blanco─ White es una historia tan real que duele con imaginarla.
 

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