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22 de octubre de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Amor de Dios

“Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial”

Cristo de Vergara
Política y Religión, las dos ciudades a las que alude San Agustín en su libro “La ciudad de Dios”, son las paredes maestras, los pilares, sobre los que tradicionalmente se asienta esa arquitectura única que llamamos civilización; una construcción hecha de desecho de obra de sucesivas culturas que encontraron su razón de ser en la fragilidad del hombre, en su necesidad de agruparse para superar toda clase de obstáculos, e inclemencias.

Ya en tiempos de Roma se hablaba de la conveniencia de que los más sabios intérpretes de la Religión se encargasen de la conservación del Estado, y viceversa, como modo de preservar ese viejo ideal romano de la “pax deum”, o “paz con los dioses”.
Política y Religión también irán de la mano cuando allá por el mes de noviembre del año 1095, en el concilio de Clermont ─ Ferrand, el Papa Urbano II, en justa respuesta a la petición del emperador bizantino, proclama la “Guerra Santa” contra los musulmanes.
Era un tiempo en que la Iglesia estaba impregnada de una cierta mentalidad a la que puso coto la reforma del Papa Gregorio VII. Una forma de actuar que marcaba el papel dominante de los señores feudales en la distribución de los cargos eclesiásticos; en que el Nicolaísmo, y la Simonía, más que pecados de un día, extravíos espirituales, o meros trastornos mentales, eran comportamientos habituales entre monjes y clérigos.
Lo mal que lo pasarían Santa Teresa de Jesús, y San Juan de la Cruz, su colaborador, cuando tuviesen que lidiar con aquellos curas rurales, amigos del vino y las mujeres, como los clérigos “vagantes”, y contrarios a toda clase de reformas, e imposiciones:

─ “Hacia Roma caminan / dos peregrinos,
a que los case el Papa, / porque son primos”.

Digo coto, y no fin, porque a pesar de los esfuerzos de las órdenes mendicantes, y de los espíritus ortodoxos y puros, que siempre los hay, esos “vicios” de comportamiento se perpetuarían a través de los siglos hasta llegar a nuestros días, como tiene ocasión de comprobar el aprendiz de sociólogo en una lectura fugaz de nuestros autores clásicos.
Empezando por los “Milagros de Nuestra Señora”, de Gonzalo de Berceo; siguiendo por los cuentos morales de “El conde Lucanor”; continuando por la literatura picaresca de los siglos XVI y XVII; alargándose en las disquisiciones satíricas del P. Isla, y su “Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes”; o prolongando la lectura en escritores de la talla del cordobés Juan Valera, del ovetense Leopoldo Alas, “Clarín”, del sacerdote sevillano José María Blanco ─ White, o del curita ursaonense Antonio María García Blanco:

─ “No hay nada vacante”, decía el abad Meneses un día que le dio un flato subiendo las cuestas, porque acudieron todos: Dignidades, Canónigos, Prebendados, Capellanes de Coro y del Santo Sepulcro, Colegiales Mayores de la Purísima Concepción (estos eran, por lo común, los que salían nombrados Abades). ─ No hay nada vacante─, dijo el abad Meneses cuando volvió de su accidente”.

Y es que “el hábito no hace al monje”, pues si se prescinde de él lo que queda es un individuo igual a los demás; “empero porque es umanal cosa el pecar”, que diría aquel demonio de consejero espiritual que fue el “Arcipreste de Hita”; que todos tenemos algo de qué arrepentirnos, o un mal trance que llorar, como el desafortunado Boabdil.
Tal el ejemplo del Papa Benedicto XVI durante su visita a Brasil:

─ “Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente americano (…). Pero la obligatoria mención de esos crímenes injustificables ─ por lo demás condenados ya por entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y por teólogos como Francisco de Victoria, de la Universidad de Salamanca─ no debe impedir reconocer con gratitud la admirable obra que ha llevado a cabo la divina gracia entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos”.

O las muestras de arrepentimiento, y de humildad, que hacen del Papa Francisco un carismático líder de la talla de Fray Bartolomé de las Casas, o de Agustín de Iturbide:

─ “Se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios”.

Sabido es que la Iglesia, como vieja, es sabia, y discreta en sus cosas; que sabe castigar sin manos, y aparentar humildad, como el avaro del chiste que aconsejaba a su hija que llevara la mirada hacia el suelo porque “es muestra de recato”, amén de que podría encontrar algo que otro perdió.
Pero no hay que olvidar que en tiempos de las Cruzadas, y de las grandes conquistas, la Iglesia estuvo de parte del vencedor, que a la hora de la verdad no existen grandes distinciones entre los que combaten (“bellatores”), y los que rezan (“oratores”), que ambos pertenecen a la clase dominante; y que incluso a veces son los mismos, como quedó demostrado, con aquellos fieros curas carlistas que, fiados de Dios, llevaban al pecho un “¡Detente bala!”; o con los jesuitas de Deusto que, en el País Vasco, amamantaron a sus pechos a la serpiente de ETA; o con las vestales catalanas del fuego separatista: sacerdotes, monjas, monjes, obispos, y arzobispos, que llevan sobre sus hombros las andas de la exclusividad.
Que de todo tenemos que hablar, tras encomendarnos a Dios, y rezarle con la fe que aprendimos de nuestros padres; para que mentiras piadosas, e intereses mezquinos, no muevan al desencanto a espíritus selectos que, como el del P. José María Blanco─ White, no comulgan con medias tintas, ni con mentiras:

─“En mis libros sobre el catolicismo está fielmente descrita la historia de mi cambio de una sincera fe católica a la total incredulidad”.
 

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