15 de septiembre de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Por la senda de los elefantes
─ “Un elefante se columpiaba en la tela de una araña…” (Canción infantil)
Quienes a principios de los 60 tuvimos la oportunidad de asistir desde una butaca del cine Zorrilla a la proyección del documental “Mondo cane” no sospechábamos entonces lo que de grotesco y risible esconde la realidad, y lo que de surrealista y ficticio hay en las distintas culturas.
Al hilo de lo absurdo, y como si de un collage se tratara, Jacopetti nos mostraba la estulticia del fenómeno fans, la pompa y ostentación de un cementerio de mascotas, la indigencia solapada de un hotel de moribundos, la tenebrosa industria de maquillar a los difuntos, la disparatada conducta de una concentración de individuos, las monadas pictóricas de un alborotado mono valoradas como obras de arte, y otras historias más, extrañas incluso para los lectores de “El Caso”.
Para los jóvenes de aquel tiempo la información era escasa, y no como la actual, que se cuela torrencial por las rendijas de los televisores en una pócima imbebible de fango y agüita amarilla que adormece los sentidos.
Verdad es que cada persona es una experiencia, una biografía íntima e intransferible que crece a la sombra de un sueño, y que cada uno teje al hilo de sus circunstancias; que “la cuna del hombre la mecen con cuentos”, y que somos hijos de una cultura que se nutre de la ficción; que lo que más cuenta para orientarnos es el tam tam de la percusión, y no la veracidad del relato, como ya Unamuno puso en boca de sus personajes:
─ “Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale más que lo crean todo, aun cosas contradictorias entre sí, a que no crean nada. Eso de que el que cree demasiado acaba por no creer en nada, es cosa de protestantes. La protesta mata el contento.”
Posiblemente el despertar de nuestra generación a esta confusa historia que es la vida en sociedad estuviera rodeado de apariencias y mentiras que en nada convienen a una buena pedagogía.
Poco sabíamos entonces de autos de fe, ni de los pecados veniales y sus respectivas penitencias, que terminaban para nosotros con el “¡Podéis ir en paz!” con el que nos bendecía el sacerdote.
Tal vez supiéramos algo de chistes, del menoscabo de motes e insultos, o de una disputa a pedradas, que nos confirmaban en la evidencia de lo que no debía ser.
Dicen que la “mala leche” es producto de la mala alimentación de los pueblos. Entre los chicos de mi calle se recibía con gusto una rebanada de pan con aceite y azúcar, o una jícara de chocolate, como el maná de los ricos; pero entre aquellos ángeles rebeldes que yo conocí no hubo más mala leche que la que reclama el juego, el temerario salto desde el balcón de un colegio, la libertad de bañarse desnudo en el río, o la posibilidad de compartir un secreto amoroso con una chiquilla dulce de mirada de membrillo.
Pocos sabíamos entonces del dolor, de la muerte, y de los avatares de la vida, cual efímeras de un día empeñados en volar.
Desconocíamos los misterios que escondía la representación gráfica de una paloma ─ “rata de ciudad”, que diría un ecologista─, o el corniveleto bigote del fantasma de Dalí; y en menor medida aún se nos “empoderaba” a entender el universo colorista de Miró, o el significado de unos óleos en los que se representaba el Huevo Cósmico, o el Elefante Blanco de patas de alambre ─ versión daliniana de Airevata, “el que teje las nubes”, ─ cuya desmesurada trompa, según la mitología hindú, se hunde en el inframundo para succionar las aguas , y devolverlas después a la atmósfera en forma de nubes.
Lo poco o lo mucho que por entonces sabíamos lo debíamos a la memoria, y a los “tebeos”, que aparte de los libros de clase eran nuestra principal lectura.
Con su carga de moralina, y sus bellas ilustraciones, las historias de “Vidas de Santos”, de las “Vidas Ejemplares”, o los “Libro de Oro de las Estampas” de la editorial Novaro, bien podrían ser en la actualidad un material académico aprovechable en los nuevos planes de estudio.
Poco sabíamos entonces de los agujeros negros de la corrupción, y de las arañas interestelares del poder; del prestigio de titular como Marqués del Tango, con caserón incluido, o como Elefante Blanco del nepotismo, con trompa adaptada a modo de émbolo para succionar la sangre del contribuyente, y evaporarla después en forma de nublos; para disponer libremente del erario público en proyectos crematísticos de dudosa utilidad.
Las izquierdas y derechas de entonces se citaban en un banco a la salida de clase, para hacer crujir cáscaras de pipas, para pasear por “El Llano”, o para jugar al Ping Pong en un local de la O.J.E.
Ninguno de ellos, que yo recuerde, se refería con sarcasmo a “Paquito Pantanos”, a los pijos de papá, o a los alados cantores de "la banderita tú eres roja", que para los futboleros del Peñarroya era más que un himno; ni se echaban en cara una inacabable lista de robos; ni sacaban a colación los manidos argumentos que, desde antiguo, han proporcionado a sus adeptos “La Voz de su Amo”, Emisora Sindical, o la “Cadena Tolerante” del Movimiento; y menos aún se intentaba ligar a una chica con un tocho de Marx bajo el brazo, lo que habría parecido una cursilada tan grande como sentarse a leer “Juego de Tronos” en los bailes del Casino.
Ningún chaval se jactaba de llegar “on time” a una cita, para impactar al personal con una pedrada en los oídos; ni en los bares se publicitaba el “relaxing coup of café con leche”, tan ajenos que estaban a los distintos campos semánticos de tipos de café:
─ “Algún día se inventará la explotación de los ciudadanos para el anuncio, y sin que ellos lo noten se inscribirá en las espaldas de todos el anuncio recién lanzado por la Gran Agencia Universal”.
La guadaña, y la hoz, aún tenían alguna vigencia en las labores agrícolas, pero nada se sabía de los Shostakovich, y los Solzhenitsyn, crucificados por sus ideas, y convertidos por la magia del gulag en unos auténticos Cristos; ni de esa extraña costumbre de sacar arrugas a la chaqueta, o rotos al pantalón, para lucir progresía y vanguardismo:
─ "Porque las fascistas íbamos vestidas de Balenciaga y las otras no; como después con los socialistas, que iban de Adolfo Domínguez y los pobres no."
Por suerte para Diógenes ─ refugiado en su tinaja, y empeñado en entender solamente aquello que la vista abarca─ ningún empresario famoso vio negocio en la aventura de la memoria de elefante, lo que habría empujado a medrar a políticos como Pujol, o a editar la Historia de la Humanidad en una dilatada Enciclopedia de fascículos renovables.
Por suerte para nuestra salud a nadie se le ocurrió entonces enfrentar en un ring a Pedro I y al Cid Campeador; a los Albertis contra los Pemanes; a Franco versus Carrillo; a Ruiz─ Mateos frente a Boyer:
─ “¡Que te pego, leche…!”
Y en menor medida aún a animar cada asalto con la enfática voz de un speaker que a cada instante llamara a la Tolerancia, y a la Convivencia Pacífica.
Por “la senda de los elefantes” en otro tiempo paseó Tarzán, con su taparrabos, del brazo de Jane Porter.
Pero ya la selva no es la de antes, y el rugido de la marabunta invadió nuestro hogar hasta el último rincón. Nos toca, aunque no queramos, afrontar al peligro, y asumir el papel de Tarzán frente a esa gran manada de paquidermos que todo lo destrozan con su atolondrado pataje: los Paquillo, los Pedrito, y los Pepe, convertidos por obra y gracia de un pin, en D. Francisco, D. Pedro, y D. José; en todo un “tutilimundi” de personajes de pacotilla.