24 de mayo de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez
La República independiente de mi casa
─ “Era un jardín sonriente, / era una tranquila fuente de cristal”
"El casado casa quiere", refiere el dicho. Y a los diez o doce años de casados consiguieron mis padres despegar finalmente de la tutela de los abuelos.
Fue una suave labor de zapa que requirió de la más sencilla y natural de las artes: del amor incondicional, de la abnegación, de la paciencia, y de la pericia de mi madre al plantear en pareja aquel paso en el vacío.
Sabido es que en otro tiempo la hija menor de la familia tenía sobre sus espaldas la enorme responsabilidad del cuidado de sus padres hasta que éstos fallecieran; aunque ello implicara no casarse, o abortar en vida toda clase de proyectos personales.
A mi madre, la hija menor de una familia huérfana de madre, la decisión de desposarse antes que la mayor de sus hermanos le costó un doloroso peaje, y la consiguiente carga de incomprensión familiar; particularmente en ese momento de la vida en el que la mujer más aprecia el apoyo del brazo paterno.
En aquel tiempo en el que incluso personalidades de la talla de la Pardo Bazán necesitaban de la “patria potestas” para abrir una cuenta en el banco, mi madre hizo gala de un amor y valentía que la llevaron de la noche a la mañana a la chaira, y a la cuchilla; a conocer “de pe a pa” la anatomía del cordero, y el adecuado uso del cuchillo, y de la balanza de pesar; a fiar de los humildes, y a echarle a la vida carácter para solicitar del pillo, y mal pagador, la devolución de lo fiado:
─ “Hoy le preparé un guiso a una señora que, para tanta familia, no sabía qué comprar con el poco dinero que traía. En esa casa se van a hartar de comer, por lo menos por un día…”
A mi padre, por su parte, no es que le correspondiera el papel de hijo pequeño, que más bien su actitud era la de un titán, pero su veneración por los suyos tal parecía. La viruela, una terrible enfermedad que hasta 1977 no fue erradicada, dejó fieras señas en su rostro ─ que aún acaricio en mis sueños─, y en sus ojos una brillante expresión de bondad: un rasgo que, al decir de todos, era su más característico “sello”.
Tras duros años de trabajo, acomodadas sus vidas al interés familiar ─ la una, tirando de cuchilla; y el otro, trajinando en el campo con los borregos ─ por fin les llegaba el momento de pensar en ellos mismos.
Por entonces no estaban de moda los felpudos que hoy en día nos dan alborozados la bienvenida a “la República independiente de tu casa”.
En un principio porque la estructura socio─ familiar en nada se parecía a una “res─ pública”; más bien tenía que ver con una monarquía, o acaso con una dictadura, en la que el hombre lucía la acreditación de rey de la casa, en una escala que iba desde el soberano “emérito”, hasta el más chiquitín; y que, para disipar las dudas, se resumía en una soberbia frase: “Cuando seas padre, comerás huevo”.
De Montera 24 pasamos a vivir de alquiler a Montera 44, en un tramo de calle terriza, significativa entonces de un menor nivel económico de quienes allí residían.
A dos minutos del centro, y a unos pasos del “Lejío” ─ nombre popular con el que se designaban las “afueras” del pueblo─, me inicié en el juego del “guá”, y de la rueda, en compañía de mis amigos; ensayé tiradas de pincho, en los días lluviosos en que el terreno se hacía permeable; me batí a pedradas con los niños de otras calles, sin recibir, por suerte, “pitera” alguna; e incluso, empujado cual perro de presa por el más feo y feroz de los niños, perseguí a gritos a una pareja de novios, cuyo único delito era haber hecho un uso debido de la casa de sus padres.
Y en ese pequeño piso, que tenía de vecinos a la familia Lopera, y a una tía de mi madre, disfruté del calor " concentrado" de un hogar de tres miembros.
De los Lopera habría que valorar su alegría, y su cordial educación. Una hijita de tres años, que era el amor de mis padres, constituía su mayor tesoro; tan lista que, en una ocasión, al entonar una plegaria en la que se hace mención a los abuelos de Cristo, no dudaría en rectificar la letra; y trayendo a colación el nombre de sus vecinos, apuntó con exactitud que era Santa Julia, y no Santa Ana, la esposa de San Joaquín.
El “realismo mágico” de los niños, que desborda toda clase de imaginación, y de previsiones, y que sin embargo se ajusta siempre a la veracidad del relato.
De la tía paterna de mi madre recuerdo su ascendencia vasca, y el ejemplo callado de sus virtudes que hoy en día serían dignas del mayor aprecio en una O.N.G. que se precie, tal que su amor al trabajo, y su dedicación al prójimo.
Como encargada de la Papelera la labor de “la tía Felisa” consistía en contar resmas de papel, a la velocidad del rayo: lo hacía con tal precisión que ríete tú de los prestamistas judíos, holandeses, e italianos, que negociaban con Carlos V la formación de un imperio.
Como cristiana practicante que era su generosidad la volcaba en una vecina ─ en uno de esos jóvenes de los que se hacían chistes, y a los que la crueldad social calificaba de “tontos”, y a los que, para proteger de dañinos comentarios, su propia familia solía encerrar bajo llave cada vez que en casa se colaba una visita ─ de quien la tía hizo el rol de protectora, de madre, de maestra, y de amiga, con magníficos y concluyentes resultados; y todo sin tener ni idea de pedagogía.
Ningún escape de aire en aquella pequeña aparcería que no fuese el de una alegre terraza, que en las noches de verano me permitía disfrutar del sonido de una guitarra prestada, de un maravilloso cielo estrellado, y de las sesiones " dobles" del cine Gran Capitán.
Tan orgulloso yo de los míos que me recuerdo, en una de esas luminosas mañanas de primavera, acercarme, caballero en su rocín, hasta la casa de los abuelos embutido en aparatoso “esquijama”, con la única finalidad de regalarles mis mejores besos ─ que siempre fui un niño mimoso y besucón, a quien complacía ir del bracete de sus padres─, y darles los buenos días.
Hoy, en esa estampa reconstruida de mi juventud, aún puedo ver, como en sueños, esquina de la calle Leones, y junto al establecimiento de María, toda una ristra de jaulas, en cuyo interior jilgueros, lúganos, canarios, mixtos, y verdones, obsequiaban con sus trinos a mirones, y viandantes; y, más triste a mi percepción, unas barandillas de madera en las escaleras de casa a las que mordió la metralla, secuela cruel de una guerra, y fiel reflejo de la barbarie, que mis padres, como los de su generación, sufrieron sin merecerla.