14 de mayo de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Un extraño en mi cocina
─ “Me voy al reino de lo blanco, donde se juntan los colores de todas las cosas”
Por aquellos días el Ángel de la Muerte se colaba en los hogares, y ni la sangre del cordero pascual, esparcida a modo de “¡Detente bala!” sobre los dinteles de las puertas, podía librar de la desgracia a los hijos de Israel.
En plazas, y mentideros, enmudeció la voz de la calle, y en los cables de la luz las zapatillas balanceaban, ociosas y resignadas, soñando un mañana imposible.
Las manecillas pararon su marcha en todos los relojes, y la historia real pareció retroceder a tiempos pretéritos en que las grandes ciudades eran poco menos que andurriales y suburbios; y la sierra, los dominios naturales del lobo.
En las tardes otoñales sobre los bancos de madera del parque los recuerdos dormitaban al sol, añorando un tiempo dorado en que abuelos, hijos, y nietos, compartían secretos, y tejían los mimbres de una acendrada y entrañable camaradería.
Un respetuoso silencio de batas blancas, de mascarillas, y de olor a cloroformo, transitaba por los pasillos de los hospitales. Indesmayables a los sentimientos de zozobra y cansancio los sanitarios se multiplicaban en desigual batalla, cual animosos guerreros, sin más adarga que su fe, ni más rocín que su entusiasmo.
Un cúmulo de nubes grises se abatía diariamente sobre las páginas de los periódicos, entonando un inacabable repertorio de necrológicas, clamores de campana, letra impresa, responsos, y ofrendas florales, que para nada servían…
Desde la balaustrada de los balcones, y desde el púlpito de las terrazas, en los desangelados atardeceres, el almuecín llamaba a la oración, y ofrecía a los afligidos el bálsamo de su voz, y el consuelo de su plegaria.
Pronto un espíritu de solidaridad prendió como una chispa en todos los rincones del país, al principio de forma apagada, y luego después con la pasión de un incendio: un ruido metálico de cacerolas y cencerros proclamaba a los cuatro vientos el agradecido aplauso del pueblo a los sanitarios, y el rechazo visceral a la molicie sin nombre de sus gobernantes.
Por las acequias del poder las aguas corrían tintas de sangre. Sobre las frías losas de mármol rodaban las cabezas de los abencerrajes; y la alargada sombra de los brujos, se afanaba en diseñar censos y pronósticos, y en pulir los filos de los alfanjes.
Desde la seguridad ficticia de un despacho El Gran Corrector ponía las cuentas al día, manipulando en el “debe”, y el “haber”: pero no era el suyo el proceder minucioso del amanuense que desarrolla lo que verdaderamente siente, y sabe; antes bien, todo su afán consistía en raspar los mil y un expedientes, y protocolos de sus víctimas.
No jugaban al truque, ni a pídola, ni a rayuela; ni procedían como niños a la salida de clase, con su inocente carga de ilusión en la maleta; por el contrario, procedían con resabios de adultos, maquinaban confusas historias, inventaban folletines, alentaban corrillos, y distraían la atención del personal como aconteciera con “el perro de Alcibíades”; batallitas de relumbrón, propias de personajes de la talla de Francisco Esteban “el Guapo”:
─ “Disen que yo soy ladrón, / porque sargo a un ventorrillo
y le aligero er borsiyo / a argún grande señorón.
Pero no isen cuando voy/ y me encuentro a un esdichao
y lo que al rico he robao/ pa que se ampare, le doy”.
Según afirma el refrán “las mentiras tienen las patas muy cortas”; y, por mor de la casualidad, en no pocas ocasiones la policía atrapó al ladrón que, en la huida, dejó olvidada la cartera, o la ficha de socio de un club; o bien le traicionó una confidencia, que abocaba a los humildes a pagar los gravámenes de un interesado y personalísimo peaje.
─ “En todos tiempos, especialmente en los primitivos y en los difíciles (los hombres) poseyeron natural instinto para desenmascarar impostores y detestarlos”, afirma Thomas Carlyle, en un libro que lleva por título: “Los héroes”.
Pero no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista…
Con la llegada de los primeros fríos andaba el petirrojo enseñoreándose de los campos del Aljarafe. El petirrojo es un ave pequeñita, confiada, y amistosa, amiga de jardineros, y colega en los fogones del chef Arguiñano.
Al invierno siguió nuevamente la primavera. Y una mañana, en mi cocina el sol volvió a penetrar a raudales, e inundó la estancia de luz, “el reino de lo blanco donde se juntan los colores de todas las cosas”.
Con gran alegría pude ver que del hilo eléctrico de la lámpara descansaba un verdón, con la airosa ingravidez que imprime en los seres volátiles las muchas horas de vuelo.
Me apresuré a hacer unas fotos, y di las gracias a Dios cuando vi volar en libertad al pajarillo que, como dice el poeta, “las cerezas de los recuerdos tiran unas de otras”, y al instante se regodeó la imaginación con su nombre envuelto en un tibio olor a cuadra: “Platero”, un librillo de pastas blancas, de editorial Aguilar, con preciosas ilustraciones de Rafael Álvarez Ortega, en cuyas páginas tomé lecciones de vida, y gocé de todo un mundo de sensaciones:
─ “¡No estás en ti, belleza innúmera,
que con tu fin me tientas, infinita,
A un sinfín de deleites!
¡Estás en mí, que tengo
en mi pecho la aurora
y en mi espalda el poniente… ”
Aquella inesperada visita era algo más que el vuelo de un ángel bueno, era un recuerdo cordial, tan primario, tan humilde, y tan sencillo, que debí pensar que las palabras son las válvulas que abren el grifo a la ilusión de la vida; palabras libres que vuelan: campo, pueblo, amapola, Peñón, jilguero, abubilla, Llano, Lejío, Total, Pascuas, Guadiato, Parrilla,…
Sin poderlas acallar por la ventana de mi cocina en ocasiones se cuelan: el chiribiteo del jilguero, el gorjeo del mirlo, el ulular del búho, el azarreo del burro, el perfume de la madreselva, y un aire por bulerías que cantaba un campesino cuando despuntaba el día:
─ “Refugiado entre la hierba
se me vino al pensamiento
que qué es lo que hago en la guerra
si yo de guerra no entiendo”.